Tras el acto de VOX en el Palacio de Vistalegre de Madrid los medios de comunicación han comenzado a tener en cuenta la existencia de este partido que crece cada día. Encuestas aparte, nuestro olfato social nos dice que es muy probable que crezca más: las sociedades tienen un pulso interno que se escapa al mejor sociólogo de manual. La libertad humana es más imprevisible de lo que parece y los virajes de rumbo llegan cuando menos se esperan. Auguro que escucharemos más casos de gentes que, con el Che tatuado en el brazo, dirán que se han hartado de la hipocresía izquierdista y que van a votar a un partido que quiere bajar la presión fiscal, reducir el gasto y controlar la inmigración. Y de que ya vale de hacer victimismo artificial con la homosexualidad o el feminismo, muy rentable para asociaciones que viven de inflar su leyenda negra.
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Leía al día siguiente en El País un artículo en páginas interiores que, me dicen, y tiendo a creerlo, pretenden alimentar al “nuevo” partido, en detrimento del PP y Cs. Tal vez. Desde luego, excepto el membrete de “ultraderecha” y una pegatina que habían encontrado en un lugar recóndito de la camiseta de un asistente, el resto sería suscrito por muchos lectores de El País. Vox propone cosas que, en los corrillos, mucha gente admite si se ve libre del ojo del Gran Hermano. Y entramos aquí en la demagogia habitual que, creo, les va a salir por la culata, a pesar de la costumbre que tienen los medios progres de salir a cazar fachas, entiéndase todo metafóricamente.
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Llamar “ultraderecha” a VOX es muy significativo. Porque se reconoce implícitamente las escasas miras democráticas de la izquierda (y los complejos de algunos centristas que no se atreven a decir “derecha”): hay izquierda radical, hay izquierda y centro izquierda; hay centro derecha y de ahí nos saltamos, con ligereza descarada, a la ultraderecha.
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Más allá de análisis académicos sobre qué es la izquierda o la derecha, lo que está claro es que el membrete ultraderecha se mezcla emocionalmente con el fascismo, con la intolerancia, con el odio a los inmigrantes, a los homosexuales, con el racismo y un bien acotado etcétera de barbaridades. ¿Se debe justificar uno? No sé hasta qué punto. Ante el descaro, aunque sea un tanto inconsciente y sin maldad, aunque sea un descaro difundido por el supremo poderío del izquierda en radio, tele, prensa, cine y el gran Wyoming, ante ese descaro, digo, de difamar a unas ideas plenamente democráticas que no son las tuyas, tal vez es mejor dar primero un corte de mangas. A mí ya se me han acercado al menos tres personas para decirme que les sorprende que una persona como yo sea de VOX. Y mi mejor respuesta seguramente ha sido que soy de Vox porque me da la gana. Y punto.
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Y punto y aparte. A mí si me preocupa que los presupuestos de España se estén negociando en la cárcel con presos a la espera de ser juzgados por rebelión. A mí me preocupa la baja natalidad de España y la frivolidad del aborto, del que no se puede hacer un debate serio, no sea que se hiera la sensibilidad de los proabortistas, pobres. A mí me preocupa que la educación española sea un cúmulo de progreces en aumento, un igualitarismo vacuo y ñoño, al que como mucho le preocupan los ordenadores y el inglés. A mí me preocupa que cada año que pasa haya más manteros en las fiestas de mi ciudad, y que el gobierno apoye a delincuentes que roban la propiedad ajena, metiéndose en una casa por el mero hecho de que no vive nadie. (A mí, en cambio, no me preocupa tanto que Pedro Sánchez no haya hecho la tesis, porque lo mismo se decide a hacerla, y se va de una santa vez a su casa, de donde nunca le debieron botar.)
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Uno se ha hecho de Vox como hace años se hizo de UPN y se pasó al PP, en el momento en que Miguel Sanz decidió quitarse a Del Burgo de encima. Y me fui del PP cuando Rajoy decidió soltar a Bolinaga. Y si Vox me toca la moral, entiéndase la moral con mayúsculas, me iré a mi casa a hacer la tesis, pero una de verdad, y renunciaré a ser presidente del gobierno.
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Javier Horno