La geopolítica ruso-ucraniana marca y marcará distintos comicios electorales que se van a ir celebrando, a lo largo del 2024, en distintos países de Occidente. Puede hablarse de la favorabilidad a la OTAN que abanderan el presidente finlandés Alexander Stubb (ganador de los comicios del pasado febrero) o el ex ministro de Exteriores eslovaco Ivan Korčok, que concurrirá a las presidenciales del próximo fin de semana, en las que se enfrentará al también socio de gobierno de Robert Fico.

Hungría también está puesta en el punto de mira. El gabinete de Orbán, que cuando ha tocado ha instado a Rusia a cesar en los ataques, ha sido crítico con el hecho de que el dinero de todos los europeos tenga que servir para financiar un conflicto que no afecta a todos por igual (aparte de advertir, sin mucha escucha, de los problemas de las minorías magiares, marginadas por el nacionalismo ucraniano).

Ahora bien, aunque ciertas fichas pueden ser tan inquietantes como desestabilizadoras en el tablero eurocrático, sigue siendo más determinante lo que salga de la Casa Blanca de los Estados Unidos. El próximo mes de noviembre habrá unos comicios electorales en los que, por lo que se ve, Donald Trump volverá a ser la opción de la derecha (habiéndose debilitado las figuras del conservador Ron DeSantis y de la neocon Nikki Haley).

Sabemos que, por lo que supone oponerse al globalismo, las políticas inflacionistas, el multiculturalismo, la cultura de la muerte, la centralización masiva y el aplastamiento de las familias, el ex presidente Donald Trump representa, dado el peso que aún tienen los Estados Unidos, una de las oportunidades en el corto plazo que puedan repercutir en la defensa del mundo libre.

Pero nos vamos a centrar en una posición más concreta, en el presente artículo. Como recientemente dijo Orbán, «Donald Trump es el presidente de la paz». Esto vino a cuento de la agresión militar del Kremlin contra Ucrania. Durante meses, el candidato estadounidense ha afirmado que con él se acabaría esta agresión militar mientras que el mandatario magiar no quiere que la financiación militar involucre a países externos.

Una lectura imprecisa puede dar a entender que Donald Trump es favorable a que el expansionismo ruso de Putin siga su curso. Pero todo esto está completamente alejado de la realidad. Y sí, más allá de saber que, pese a todo el apocalipsis mediático progre, «el loco de la peluca» no dio lugar a ninguna III Guerra Mundial (si consideramos como un Westerplatte lo acontecido en Wuhan, eso habrá que acusárselo al Deep State, al Partido Demócrata y al doctor Fauci).

De hecho, él no quiso meter al ejército estadounidense en ningún conflicto militar, acabando con una larga tradición de «hacer de policía del mundo». Pese a ello y a la correspondiente contundencia contra los regímenes comunistas  y en defensa del Estado de Israel, no se desató ninguna virulencia ni amenaza alguna en territorios como las dos Coreas, Taiwán, China, Rusia, Ucrania y la Franja de Gaza.

Más bien, fue hábil al reconocer la existencia de un entramado neocon y corporativista compuesto por el Pentágono, por la CIA, por la NSA y por ciertas empresas de la industria militar y armamentística que se benefician de los favores políticos y de determinados grupos de interés (vinculados a los clásicos aparatos del Partido Republicano y a gran parte del Partido Demócrata).

Ese mismo entramado es también el que se está dando en Ucrania. Existe mucha corrupción política en las instituciones ucranianas, que ya, de por sí, carecían de cierta seguridad jurídica. De hecho, la figura de Zelenski se cubre de demasiado postureo y, aparte de ser un títere del globalismo woke, también es funcional a ciertos intereses económicos de Biden y del Estado Profundo, no necesariamente militares, en Ucrania.

Es más, sería un grave error considerar, por mera oposición a Putin, que el nacionalismo ucraniano es «mano de santo». Aunque respetemos la integridad territorial no rusa, hay que asumir no solo que Ucrania tenga una identidad artificial, sino que se margina considerablemente a minorías como la húngara y la romana, aparte de exhibirse aún bastante polacofobia banderista (tampoco se ha pedido perdón por la masacre de Volinia, que acabó con más de 80000 polacos).

Con lo cual, hay que tener presente que la defensa del mundo libre no implica combatir al enemigo de manera acrítica. Nadie está negando que Vladimir Putin sea un sátrapa socialista (otrora agente de la inteligencia soviética rusa) que invierta ingentes cantidades de propaganda en corromper la moral de Occidente, asesine a opositores, pisotee la libertad de los cristianos permita que haya altas tasas de abortos. Todo eso es condenable.

Pero la condena de las agresiones territoriales y los actos expansionistas, tan característicos de los totalitarios, no han de llevarnos al blanqueamiento de la corrupción corporativista militarista y neoconservadora. La firmeza frente al totalitarismo no se basa en intereses militaristas económicos, sino en combatir firmemente las ideas revolucionarias y colectivistas, sin necesidad de vulnerar el principio de no agresión.

Una vez dicho todo esto, cree uno que el trumpismo puede llevarnos a un mundo más libre pero más pacífico. Habrá menos ingresos ajenos militaristas, se desincentivará el ansia agresora del enemigo y se preferirá invertir el esfuerzo en la condena moral de ese camino de servidumbre al que finalmente acaban sirviendo los supuestos «neocon progres» (de modo que, al final, los ayatolás, los hamasianos, los comunistas chinos y otros liberticidas acaben sonriendo).

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