Los medios de comunicación ofrecen una estadística poco esperanzadora del número de muertos en el terremoto de Haití. Sin embargo, los números no dicen casi nada de la historia inacabada de aquellas personas con nombre y apellido que tuvieron la mala suerte de estar en el lugar de la tragedia. Un hecho, que como bien muestra la filosofía, refleja que existen situaciones que el hombre no puede controlar ni dominar a pesar del avance científico y técnico de nuestro siglo. La naturaleza tiene unas leyes internas que son ajenas a nuestro anhelo de felicidad y de plenitud perpetuo.
En un momento de extrema dificultad, se agudiza el sufrimiento y el sinsentido puesto que el ser humano no alcanza a comprender de forma racionar los motivos de este tipo de acontecimientos pese a la explicación lógica y científica proporcionada por los expertos en ciencias naturales. Quizá en estos momentos, más que nunca, resurge esa espiritualidad dormida que todos llevamos dentro porque tomamos conciencia de que el ser humano no puede controlar el azar ni el destino. El sufrimiento ajeno invita a la solidaridad, la generosidad y la colaboración por parte de todos para mitigar el dolor incalculable de aquellas personas que perdieron prácticamente todo.
Aquellos que se fueron finalizaron la historia de su vida sin tiempo para despedidas. Sin embargo, aquellos que se quedan tienen que hacer frente al choque psicológico que supone afrontar una vivencia de estas dimensiones. En ocasiones como esta sobran las palabras. Sin embargo, hoy me gustaría tener un recuerdo y una esperanza para todos aquellos que sufren por un motivo que ojalá no hubiese sucedido nunca.