En mayor y en menor medida, para bien y para mal, con las mejores y con las peores estrategias, con ingenuidad y con considerable avidez, más de uno siente una necesidad interior de ser activo en aquellos ámbitos en los que se pueden tomar decisiones o hacer promociones que repercutan a la sociedad en su conjunto.
Uno de esos entornos suele ser la política. En distintos órganos administrativos, legislativos y educativos, se toman decisiones que condicionan lo que sería la gobernanza (el prisma relacionado con la dicotomía estatista no se pondrá, en este artículo, en consideración, ya que sería otro debate, considerablemente paralelo).
Del mismo modo, hay una serie de mecanismos con los que se puede influir sobre quienes tienen responsabilidades políticas o sobre quienes tienen la libertad de opinar o, de intentar elegir, a las personas que, en sus respectivos territorios, deben de asumir esas responsabilidades (representación oral, abordaje de leyes…).
De ahí que, para combatir determinados problemas de la sociedad, la primera instancia sea la política. Puede tratarse de la afiliación a un partido político con determinados principios o de la participación en asociaciones que, con independencia de su nivel de apartidismo, puedan canalizar los mensajes de la sociedad hacia la esfera de la soberanía política.
Ahora bien, no necesariamente es la única vía o conjunto de vías de influencia, por así decirlo. En estado de opresión o de ejercicio de opresión sobre un externo, la mente del sujeto humano tiende a ser una pieza importante del ajedrez. Se dé o no libertad para la acción humana del individuo, no es una máquina la que en sí nos oprime por medio del Estado.
Por eso, hay que apuntar también a las fuentes de nutrición intelectual de la mente, con datos e información a procesar para llegar a una serie de opiniones, para formular una serie de opiniones y juicios, que lógicamente pueden estar erradas, en situación de ambigüedad o en pleno acierto y certidumbre.
Esas fuentes, aunque el complemento preposicional pueda sonar a veces demasiado optimista o exagerado, al margen de su infraestructura tecnológica, son aquellas que, en principio, tienen la finalidad de informar, entretener, educar o formar al sujeto, ya sea con la vista y/o con el oído.
Con lo cual, tiene toda su lógica que, en el presente artículo, uno considere oportuno apuntar hacia la Academia, en su sentido más amplio. Esta incluiría la universidad, como principal fuente de transmisión universal del saber, pero no excluiría a otras entidades que forman a las personas, como las escuelas, los institutos y las guarderías.
Hay quienes comienzan a moldear su pensamiento político en base a los ambientes que se respiran en las universidades, que son los espacios más propicios para que haya iniciativas con alguna que otra implicación indirecta o respuesta hacia cuestiones políticas (esto no pasa tanto en la educación secundaria).
Son las universidades los lugares donde es más fácil organizar algo que, en un sentido u en otro, tiende a discutir complejos fenómenos filosóficos, políticos y económicos (aunque se trate de un mero club de oratoria o del uso arrendado de una sala de eventos para hacer una presentación de un libro).
Con lo cual, no es anormal que, en cierto sentido, a día de hoy, haya un problema más que preocupante, pues una de las supuestas esperanzas depositadas en la Academia están grave y seriamente amenazadas: el llamado pensamiento crítico, esa capacidad de pensar por uno mismo, de contrastar, de opinar en libertad.
En Occidente, muchos espacios académicos están en un proceso constante de chinificación y norcoreanización. Pero esto no es necesariamente a la popularidad del keynesianismo y de otras políticas económicas (en torno al hombre de paja que es ese inconsistente término del «neoliberalismo», cuyo significado no se sabe muy bien).
La cultura de la cancelación pisa fuerte, al margen de que los laboratorios de muchas ideologías positivistas que hoy nos complican bastante la vida por cuanto y en cuanto vulneran los derechos naturales (vida, libertad y propiedad), afectando notoria y considerablemente a nuestro bolsillo y pensamiento.
Salvo honrosas excepciones, defender la verdad es mucho más que un deporte de riesgo, pero no solo si lo haces, en calidad de alumno. Hablamos de profesores e investigadores, en peligro de muerte civil, por cuestionar postulados de la Critical Race Theory, de la «religión climática», de la idílica (ironía) multiculturalidad, del totalitarismo de género o de la cultura de la muerte.
El despido o la mera obstaculización de cierta promoción académico-profesional pueden aplicarse si, aún sin condicionar al alumno, te niegas a emitir una mentira en clase. La defensa de la libertad de mercado y del individuo, como sujeto de foralidad interna que compone la sociedad, viene a darse en pequeños oasis donde hay una necesaria y plausible valentía.
Hay, además, quienes le dan más importancia al uso del pronombre no neutro o a la consideración de mil géneros antes que a la necesidad de que el alumnado tenga capacidad para redactar, no cometer faltas de ortografía, tener potente fluidez en lenguas extranjeras y pensar por sí mismo, con una adecuada capacidad argumentativa.
La comprensión lectora y la capacidad argumentativa no interesan. Ni siquiera un mínimo de dotación lógico-abstracta. Ahora bien, no es que no lo consientan sin maldad, sino que, para ser sinceros, es muy conveniente, para los enemigos de la libertad y del orden natural, que el individuo sea incapaz de pensar y de creer en el más allá.
Con lo cual, quienes de una u otra forma participamos en la Academia, tenemos el deber moral de hacer algo perdiendo el miedo (lo cual no nos hace libres sino esclavos), aunque implique manejarse por el ámbito más cotidiano y rutinario dentro de ese entorno profesional, en función de la responsabilidad de cada cual.
Los métodos son muchos. Por ejemplo, promoción de asociaciones universitarias y clubes juveniles que fomenten el debate, construcción aperturista de ventanas de oportunidades para que haya más facilidades de cara a la verdad, prevención de la autocensura cuando de cuestionar los dogmas económicamente intervencionistas se trate…
Y es que, en la Academia, se puede acabar moldeando más de un cerebro. Con lo cual, a efectos de poder e influencia, no deja de ser menos importante el tener presencia en esta al igual que en un parlamento. Influir no es solo que un grupo de parlamentarios tenga una cantidad concreta de escaños o una proporción de cargos políticos. Hay que atravesar más campos…