Para los que hemos participado en el proceso de la transición política española del régimen autoritario franquista al democrático actual, resulta frustrante que algunos se empeñen en resucitar viejos fantasmas políticos, como si nada hubiera sucedido desde aquel 20 de noviembre de 1975 al día de hoy.
A la muerte de Franco, yo era un joven catedrático y director de Instituto que trataba de mantener el orden dentro de las aulas para el mayor éxito académico de los alumnos. Éstos, para más de uno, solo eran instrumentos para atizar el conflicto político que alimentaban. Además, participé con especial intensidad en la transición política como miembro de la ejecutiva navarra de UCD, partido que buscaba el término medio entre dos actitudes extremas: el continuismo o el aventurismo políticos, ambos no recomendables.
Por esto me causa estupor observar que el lugar donde reposan los restos de Franco sea para algunos un problema de Estado. Me da igual que yazcan en un lugar o en otro, mientras el pueblo español no vaya en romería a solicitar su intercesión política. Me preocupa más la falta de lealtad y solidaridad con la Constitución española aprobada en referéndum por el 87,78 % de votantes. Me inquieta más que no se entienda que la soberanía nacional reside en la totalidad del pueblo español. Me alarma más que se reclame un inexistente derecho a decidir, que persistan altas tasas de desempleo, que haya discriminación por razón de sexo, que no se corrijan algunos hábitos de consumo juveniles. Me desvela la crisis demográfica y la financiación de las pensiones.
Ha llovido mucho desde aquel 20 de noviembre, fecha del fallecimiento de Franco. Los aperturistas del moribundo régimen fueron conscientes de que habría que abrir un proceso de transición desde el régimen autoritario a otro democrático. Los involucionistas, el bunker, se oponían. Los primeros configuraron el espíritu del 12 de febrero de 1974. Pretendían un cambio moderado y controlado de las instituciones franquistas para evitar otro convulso y desestabilizador con peligro de enfrentamiento social, de lo que teníamos amarga experiencia. El proyecto fracasó.
La oposición democrática, integrada por los partidos y organizaciones no legalizadas, se presentaba como “Coordinación Democrática”, resultado de la fusión de la Junta Democrática de España, con el PCE en su seno, con la Plataforma de Convergencia Democrática del PSOE y otros grupos democristianos y socialdemócratas. De ahí el nombre de “Platajunta” como se le conocía. En ella se integraron también movimientos nacionalistas. Demandaban la amnistía, la legalización de los partidos políticos y sindicatos, la concesión de estatutos de autonomía y la convocatoria de Cortes constituyentes.
La situación política y económica era muy compleja. Coincidieron la crisis del petróleo de 1973, un IPC desbocado, la revolución de los claveles en Portugal, la marcha verde de Marruecos sobre el Sáhara español, el azote del terrorismo de ETA y el Grapo, la matanza de los abogados de Atocha, los sucesos de Vitoria y Montejurra, los sanfermines del 78.
El Gobierno de la UCD tomó astutamente la calle del medio, optó por la reforma del sistema o ruptura pactada, como algunos gustan decir, Fue impulsada por Torcuato Fernández Miranda y la habilidad de Suárez, con la colaboración cómplice del PSOE y PCE. Requirió el harakiri de las Cortes franquistas que aprobaron la Ley de Reforma de 1976, la celebración de elecciones constituyentes y la aprobación de la Constitución del 78, para terminar con su desarrollo posterior con grosero encaje de bolillos. Ahora, cumplida la Constitución, pero detectados defectos del sistema, toca reformarla. Cito como ejemplo por prioritario: la reforma de la ley electoral y del Senado, la definición de las competencias del Estado para el cierre definitivo del tít. VIII. Si entonces, en condiciones políticas más comprometidas, se pudo hacer de modo pactado, ¿porqué no ahora? Dejémonos de monsergas, este es el verdadero problema de Estado y no la tumba de Franco.