Hubo una vez un rey que dijo a los sabios de la corte: «Me están haciendo un precioso anillo, con un diamante extraordinario, y quiero guardar dentro de él un mensaje muy breve, un pensamiento que pueda ayudarme en los momentos más difíciles, y que ayude a mis herederos, y a los herederos de mis herederos, para siempre.»
El reto para aquellos sabios era complejo. Resumir en dos o tres palabras algo sobre lo que podrían haber escrito gruesos volúmenes y sesudos tratados. Pensaron, buscaron en sus libros, pero no encontraban nada. Al final, un anciano sirviente les contó que hacía muchos años un amigo del padre del rey le entregó un pequeño papel y le dijo que no lo leyera hasta que no lo necesitara de verdad, cuando todo lo demás hubiera fracasado. Y ese mismo papel fue entregado al rey.
Aquel momento de necesidad no tardó en llegar. El país fue invadido y el rey perdió su reino. Estaba huyendo en su caballo para salvar la vida y sus enemigos le perseguían. Se introdujo en un bosque y llegó a un lugar donde el camino se acababa. No había salida. La maleza lo cubría todo. Tampoco podía volver, porque el enemigo le cerraba el paso. Escuchaba cada vez más cerca el trotar de los caballos perseguidores. Cuando se iba a rendir, se acordó del anillo. Lo abrió, sacó el papel y leyó el misterioso mensaje. Tenía sólo tres palabras: «Esto también pasará».
Tuvo fuerzas entonces para resistir un poco más. Se escabulló entre los matorrales y fue poco a poco dejando de escuchar el trote de los caballos. El rey, desde la clandestinidad del bosque recobró el animo, reunió a su ejército y reconquistó el reino. Hubo una gran celebración, con banquete, música y bailes. Se sentía muy orgulloso de su triunfo. El anciano sirviente estaba sentado a su lado, en un lugar preferente, y le dijo: «Ahora también es un buen momento para leer el mensaje». «¿Qué quieres decir?», preguntó el rey. «Ese mensaje no es sólo para cuando eres el último; también es para cuando eres el primero».
El rey volvió a leerlo, y sintió en medio de la muchedumbre que celebraba y bailaba, que su orgullo y su egolatría habían desaparecido. Comprendió que todo pasa, que ningún éxito o fracaso son permanentes. Como el día y la noche, hay momentos de alegría y momentos de tristeza, y hay que aceptarlos como parte de la dualidad de la vida. Se ha dicho que un hombre inteligente se recupera enseguida de un fracaso, pero un hombre mediocre jamás se recupera de un triunfo. Por eso, mostramos inteligencia cuando sabemos aprender de los fracasos y no nos enorgullecemos tontamente con los triunfos.
Me ha sorprendido recibir este año varias felicitaciones que en vez de desearme lo mejor para el 2010, lo hacen para el 2011 e incluso para el 2012, porque al parecer el año que acabamos de estrenar va a ser de lo más complicado. Yo no lo se. No tengo bola de cristal. Pero es cierto que ahí fuera cunden momentos de abatimiento, donde lo negativo (paro, quiebras, cierres, angustia…) parece ocupar por completo la cabeza. La memoria resalta los fracasos y nos sentimos llamados al desastre. Olvidamos entonces todas aquellas veces en la que lo positivo llenaba nuestra mente, recordando nuestros éxitos y viéndonos catapultados hacia la gloria.
Y probablemente nos falte objetividad en ambos casos. Por eso, aquel mensaje de «esto también pasará» es una llamada y una invitación a pensar con ecuanimidad, a mirar más allá del éxito o el fracaso de ahora, para pensar en el largo plazo de la vida, en qué esperamos de ella, en qué es lo que le da sentido.
Conocí una vez en la playa de Valdevaqueros (Tarifa), a 1.100 km de aquí, a un surfista norteamericano. Había venido desde allí buscando las olas del estrecho. Charlamos un rato caminando por aquella increíble arena hacia la duna de Punta Paloma. De él, en el cuaderno de mi vida, me quedé una frase: «Cuesta más mantenerse sobre una ola que subirse a ella, pero, también sabemos que en cualquier caso, la ola nunca será eterna».
Mi abuelo paterno, Maestro nacional en una escuela de un pueblo Aragonés, tuvo siempre en su mesita de noche un ejemplar de “Imitación de Cristo”, escrito por el Beato Thomas de Kempis y más conocido como “el Kempis”. Fue libro de cabecera de muchísimos españoles hasta mediados del siglo pasado. Ahora pocos se acuerdan de él. Allí se lee: «la serenidad no es estar a salvo de la tormenta, sino encontrar la paz en medio de ella».
¡¡Animo a todos y Feliz 2010!!