No he dejado de sostener que la sociedad civil no es que sea ya una de las pocas esperanzas de aquellos españoles que defendemos una serie de valores totalmente contrapuestos a una hegemonía izquierdista, esnobista, “progre” y materialista, así como a una dictadura silenciosa que responde a patrones impuestos como “corrección política”.
De hecho, sigo insistiendo en que ante amenazas para la libertad como la que en este momento está suponiendo el Frente Popular, liderado por Pedro Sánchez, el “okupa” de la Moncloa -aliado con el comunista Pablo Iglesias-, no hay que limitarse a pedir meter una papeleta en sobre en una urna lo antes posible.
Incluso me preocupa que no pocos españoles menosprecien las iniciativas de la sociedad civil y se obsesionen más con la idea de “partidos políticos” o vean a las primeras como meras catapultas para conseguir alguna clase de rédito o lo que, coloquialmente, podemos denominar como actitudes de “trepa” (en política, no es esto último una rara avis).
En cualquier caso, parece ser que en este pasado Puente de la Hispanidad y del Pilar, la cuestión ha estado bastante presente en ámbitos de grupos que los defensores de la libertad, la Hispanidad, la dignidad humana y la tradición debemos de ver como indiscutibles aliados de causa.
Me refiero a la Comunión Tradicionalista Carlista (CTC), que organizó su décimo-tercer congreso del 12 al 14 de octubre en el Centro Riojano de Madrid y, aprobó, por unanimidad, una ponencia sobre sociedad que analizaré a lo largo de las siguientes líneas y fue expuesta por Javier Garisoain, presidente de la CTC y director del diario Ahora Información.
La ponencia comienza exponiendo lo siguiente:
“[…] Esta necesidad de construir -o al menos de reconstruir las partes dañadas- fue haciéndose patente a medida que la consolidación del liberalismo y la usurpación alejaban la posibilidad de una restauración monárquica. Conforme las ideologías subsiguientes iban arrasando la sociedad tradicional, usurpando, controlando y centralizando la auténtica vida social.
La tarea destructora de la Revolución extendió la descristianización, el liberalismo, el individualismo y todas las ideologías que han logrado su actual hegemonía cultural. Además, en el debate territorial, ese estatalismo creciente dejó el campo abonado para la disputa que desde entonces sufrimos entre centralistas y separatistas, dos caras de una misma manera antitradicional de entender las cosas. […]”
No deja de ser cierto, aunque la perspectiva pueda diferir en cierta medida, que el Estado es un “engendro problemático” que se ha ido expandiendo a lo largo de las décadas, reforzándose las coactivas leyes positivas y debilitando a la sociedad civil (afectando así a la familia así como a otros cuerpos intermedios).
El principio de subsidiariedad, recogido en la Doctrina Social de la Iglesia aunque los promotores de la constante secularización nihilista lo censuren, reivindica la no interferencia desde divisiones de orden superior en las de orden inferior (las últimas en el mismo son la familia, las comunidades vecinales y el municipio).
Por cierto, cuando se critica el individualismo en líneas como las anteriores, no se hacen alegatos contra la libertad negativa del ser humano y la espontaneidad, sino críticos con el ideal de individuo egoísta, negado a la entrega a los demás, a algo que no es contradictorio con la idea de sociedad libre.
Dicho esto, cabe destacar que continúa el manifiesto, afirmando “más adelante” que:
“[…] La España real, desnortada, desestructurada y desanimada, lleva a pesar de todo en su seno una inercia potente que la empuja a ser ella misma. Existe una España tradicional, formada por familias normales, por gente normal, personas que creen en Dios, en la familia, en la libertad y en el amor a su patria.
Ese conjunto de valores antropológicos, propiamente humanos, antiideológicos, que además son inseparables y tienden a unirse en un mismo bloque coherente, son la esperanza y el baluarte último contra el que está chocando día tras día una revolución envalentonada. Y son estos principios en torno a los que habremos de organizar […].
[…] Entendemos por tanto que a lo que estamos llamados hoy como tradicionalistas, como católicos españoles con vocación política, es a alentar la creación de redes sociales, de núcleos de resistencia, de auténticas “células madre sociales” que sean capaces de reactivar una auténtica vida social desde abajo, desde cada calle y cada pueblo. […]”
Indudablemente, el llamamiento reivindica que nosotros, desde la sociedad civil, tanto a pie de calle como a través de los medios de comunicación y de Internet, desafiando a burócratas y aliados censores de las Big Tech y la dictadura de lo políticamente correcto, defendamos nuestros principios.
Postulados en defensa de la libertad individual y de mercado, de la subsidiariedad y la solidaridad, de la vida humana (desde la fecundación hasta la muerte natural), de la tradición católica (los europeos debemos reafirmarnos en nuestras raíces cristianas) y la unidad e identidad de España (además de lo que consideramos como Hispanidad).
A su vez, debemos de defender el interés del ciudadano de a pie frente a las partitocracias. Luego, cuando se habla de influir en política, no se busca entrar en la política como fin último, sino que se garantice lo que se reivindica, habiendo de mantenerse siempre vigilante, para velar por el cumplimiento de ello.
Por cierto, conviene recordar que las sociedades donde mayor respeto hay hacia la libertad, la dignidad humana y la tradición tienen mucho que agradecer a los movimientos bottom-up. Los texanos son buen ejemplo de ello, así como el mejor referente de defensa de la subsidiariedad y determinados valores en América.
Una vez dicho todo esto, antes de finalizar, conviene recordar que el paleolibertarismo y el tradicionalismo español están llamados a ir de la misma mano. Hay bastantes puntos en común: defensa de la ley natural, de la tradición y de la descentralización, respetando las instituciones naturales (resultantes del orden espontáneo).
En conclusión, considérese la idea de sociedad civil activa y vigilante como un requisito a la hora de desafiar a los burócratas de turno y de proceder a la consecución del fin de “más sociedad, menos Estado”. La desmovilización le da la razón a Edmund Burke: para que triunfe el mal, basta con que la gente buena no haga nada.