POR LA HISPANIDAD DE NAVARRA
El 2 de junio se convoca a una manifestación en respuesta a la imposición lingüística del actual Gobierno. Hay, evidentemente, un hartazgo sobre el que por primera vez se habla directamente, sin tapujos. Se está perdiendo el miedo, parece ser, a defender que un castellanohablante no vea menoscabadas sus oportunidades laborales por el hecho de no saber una lengua minoritaria como es el vascuence. Pero el problema de fondo es que el nacionalismo no hace más que continuar por un sendero ya abierto hace muchos años, con la connivencia de todos los gobiernos democráticos.
El problema de la supuesta lengua vasca (y digámoslo sin ironía, porque en realidad, el modelo batúa es una lengua creada de la noche a la mañana) es mucho mayor que el hecho de que salgan ahora oposiciones con un sesgo clamorosamente partidista en favor de la nacionalismo. El problema de fondo es el modelo de sociedad que se quiere imponer con la argamasa de la euskaldunización. Y si no nos atrevemos a defender otro modelo, los nacionalistas seguirán ganando adeptos a su mercado de nostalgias inventadas y agravios mitológicos. Porque tienen buena parte de la educación en sus manos, y no hay visos de que eso pueda cambiar.
Nos podríamos preguntar si es lógico que en un país como España, con una de las tradiciones literarias más estudiadas del mundo, permita que la educación pública no tenga el español como lengua principal en su currículum. UPN aprovechó una moda obsesiva que hay con el inglés (muy típica del complejo de inferioridad español) para contrarrestar el euskera. Pero ¿quién defiende abiertamente que un país sano que tiene una lengua como la nuestra debería enseñarla sin complejos y con orgullo a sus jóvenes?
No hay inspecciones educativas del verdadero nivel académico que se está dando en ikastolas y colegios públicos en que se hace la escolarización en la lengua vasca unificada. La gravedad de esto es suma. En primer lugar, jamás se ha hecho una inspección educativa de los textos que se manejan en las clases. Por otro lado, si los niveles educativos de España han caído estrepitosamente, ¿qué no estará pasando en el llamado modelo D? La superficialidad en este aspecto es extrema: muchos padres piensan que su hijo aprenderá bien un idioma y recibirá una sólida formación por el solo hecho de que las clases se reciban en ese idioma, como si el refuerzo diario de las conversaciones familiares, del entorno, no contribuyeran en nada. Es una simplificación del proceso de aprendizaje cuando menos frívola.
Naturalmente que los padres tienen derecho a que sus hijos estudien en un colegio inglés, francés, alemán o vasco (por eso algunos proponemos el cheque escolar), pero el Estado debe exigir un nivel académico alto de la que es su lengua común: para eso es la lengua común y para eso es el Estado el que expide los títulos oficiales. Los exámenes de selectividad deberían hacerse mayormente en español, la lengua de todos los españoles. En Francia, un profesor de cualquier materia tiene un examen de lengua francesa en su oposición. Aquí, cualquier licenciado que se saca una oposición en batúa puede estar dando clases en castellano para rellenar horario.
Era y aún es políticamente correcto mostrar afecto por la lengua vasca, incluso el deseo de aprenderla, pero casi nadie ha hecho ese esfuerzo tan loado; en realidad, a pesar del dinero invertido en educación y traductores, sigue siendo una lengua minoritaria. Es decir: casi nadie que dice estimarla la estudia a fondo. Por contra, el mundo euskaldún ha cosechado un rechazo latente que crece y empieza a manifestarse públicamente, a causa de la general adhesión del mundo euskérico al nacionalismo vasco y sus escasas reservas (siempre honrosas, pero excepcionales) para aprovecharse del amparo de la violencia terrorista. Y aquí, tenemos que detenernos ante el enorme agravio recibido por todos aquellos vasco-navarros que aman su lengua como cosa propia, de su entorno familiar y rural, que es donde realmente el vascuence existía en Navarra sin contaminar por ninguna ideología separatista. Todos conocemos a nietos de vascoparlantes. El vasco se dejó de hablar en muchos hogares porque cerraba posibilidades de prosperar y, más tarde, por el rechazo al envenenamiento político. El nacionalismo no ha hecho otra cosa que poner algo tan noble como es una lengua en la picota. Ni más ni menos.
El problema de fondo es que la Navarra no nacionalista, que ha sido siempre mayoritaria, por el miedo tantas veces citado ha cejado en su derecho a defender su identidad española. Navarra es España, participa de su unión geográfica, de su historia política y sus raíces están en Roma y el cristianismo. Por ese miedo, se ha aceptado un neovasquismo que es un falso vasquismo, un batúa de cuño ideológico nacionalista que lleva años manipulando la enseñanza e intentando ganar adeptos a través de las ofertas públicas de empleo.
Es ridículo que las placas de las calles de Pamplona se cambiaran para poner debajo de un nombre propio la palabra Kalea. Es ridículo llamar a Sangüesa Zangoza, que viene a ser como obligarle a un Santiago a que se llame Iacobus. Pamplona no es Iruña. Iruña podrá tener un carácter afectivo, como llamarle al abuelo aitatxi, pero ese no es su nombre. Gestos como ese abrieron la puerta a la invasión de la ideología bilingüista, que busca lo mismo que se busca en el País Vasco: crear un sentimiento de identidad antiespañol que acabe derivando en la desconexión de España, como están intentando hacer los catalanes nacionalistas.
De fondo, Navarra se plantea un asunto que es estrictamente español: si su mayoría social decide unirse y acabar con los complejos que arrostra frente a los nacionalistas y la izquierda más radical. Navarra debería ser un ejemplo generoso en lo que empieza a ser un clamor por la unidad. No se trata ahora de hacer cálculos electorales a corto plazo, sino de exigir, tanto en el ámbito nacional como en el autonómico, una respuesta valiente y decidida frente al nacionalismo, que tanto daño está haciendo en toda España.