En los últimos días, en plenas negociaciones para el previsible nuevo gobierno de Pedro Sánchez, se han anunciado nuevas cuotas de los partidos nacionalistas periféricos. No solo se habla ya de una incongruente e incoherente «amnistía», sino que se habla de «una España plurinacional».
Dados los condicionantes de investidura, el Partido Nacionalista Vasco (PNV) ha pedido dar «pasos en el modelo de Estado y en el reconocimiento nacional de Euskadi y Catalunya». Esto supondría una «reinterpretación» del texto constitucional, que habla de «nacionalidades históricas».
Esto, en la práctica, no solo supondría una reedición de determinados papeles. Supondría seguir avanzando en las distintas cesiones políticas de Moncloa a los entramados políticos nacionalistas, lo cual se basaría en más transferencias de dinero y mayores márgenes para una ingeniería social liberticida.
Se aceleraría una balcanización de España que se traduciría en mayor inestabilidad política, social y económica. Se daría más fuerza a movimientos que necesitan, para sus falsas abstracciones de nación, la instauración de nuevos accidentes artificiales conocidos como Estados-nación.
Del mismo modo, siempre hay algo de ingenuidad. Hay quienes creen que se trata esto de una cuestión en la que se dejaría a los pueblos elegir el futuro de su destino, en el que habría mayor autonomía política. Pero la práctica realidad es más que distinta.
Los receptores de la crítica no están defendiendo, en ningún momento, el derecho a la descentralización así como tampoco el principio de subsidiariedad. Tampoco han hablado de una autodeterminación individual, que en concepciones misesianas, sería la única autodeterminación verdadera.
Del mismo modo que para ser rico no es necesario aspirar por la libertad de las personas para prosperar y fortalecerse, estos sujetos anexos a la partitocracia española no han hablado de descentralización o de reducción del poder en ningún momento.
Lo que PNV, ERC, Junts, CUP y ETA-Bildu piden no es sino una reinterpretación legislativa, a costa de todos (en cierto modo), para articular nuevos Estados-nación, con sus correspondientes dosis de expansionismo territorial, al más puro estilo del Anschlüss hitleriano sobre Polonia y los Sudetes.
Su reacción no tiene nada que ver con un exceso de intervencionismo ni con un obstruccionismo económico. De hecho, en su momento, Cataluña y las Provincias Vascongadas eran las regiones más pujantes de España, lo cual, ahora, dentro de la no concentración de la que se puede disfrutar, es característico tanto en Málaga como en Madrid.
Cataluña desciende en distintos ranking de libertad económica a nivel regional. Es, a su vez, una de las regiones con los tramos de IRPF más altos (algo similar se puede decir en cuanto a la cantidad de impuestos autonómicos y pre-requisitos burocráticos). Tampoco resulta ser fiscalmente atractiva la foralidad de la que, en cierto modo, disfrutan los vascos.
Además, el llamado cupo o concierto del que se benefician vascos y navarros, si bien es más justo que el sistema redistributivo de Extremadura y de Asturias, no se libra de tener una cuota del gobierno central que se calcula de manera subjetiva, según los intereses políticos del momento.
Luego, dejando aparte cuestiones sociales y religiosas, hay que decir que la derecha tiene una representación bastante endeble a día de hoy tanto en Vascongadas como en Navarra (con la salvedad de islas concretas como la Alta Barcelona, Guecho y parte del distrito bilbaíno de Abando, inter alia).
Nada que ver con Andalucía, donde, al margen del carácter centrista-progre de Juanma Moreno, la izquierda cada vez acaba más debilitada, y hay algunos feudos a considerar como de la derecha (Málaga). Lo mismo en el «cinturón rojo» de Madrid, donde la brecha izquierda-derecha cada vez es más estrecha, lo cual pone en aprietos a la izquierda.
Esto nos permite interpretar que el nacionalismo vasco y catalán, aparte de sustentarse en falacias históricas y bastantes mitologías, no responde a deseos de libertad y prosperidad. Nada equiparable a las reivindicaciones de secesión de los confederados norteamericanos.
Los secesionistas estadounidenses suelen defender menor intervencionismo de la Casa Blanca, mayor autogobierno local y regional, impuestos más bajos, facilidades para inversores y políticas contrarias a la oleada woke y pro-muerte que nos azota.
Tampoco hay ningún interés en la secesión individual de la que se habla en la Constitución de Liechtenstein. Aquí, más bien, se busca, con la ayuda de la antiespañola izquierda, socavar la Hispanidad Católica e imponer nuevas republiquetas paganas y sociatas, con la ayuda de la problemática multiculturalidad.
De hecho, debido al problema nacionalista, muchos vascos y catalanes sufren ante una considerable falta de libertad política, social y económica. Mientras que en Estados Unidos se respira hondo al llegar a Alabama, Texas o Florida, en España uno se siente mejor si entra en Madrid, en Murcia o en Málaga.
La opresión que sufren, además, es educativa y lingüística, en la medida en la que se cercena la libertad de elección de lengua de curso a las familias hispanohablantes. Se les impone el uso de una determinada lengua en el colegio y se les lava el cerebro para que incurran en otras idolatrías paralelas a la basura woke o revolucionaria.
Con lo cual, dicho esto, hay que tener claro que nada de lo que nos comentan tiene que ver con la autodeterminación, la libertad y la prosperidad. Es parte de las misiones revolucionarias antiespañolas, para acelerar los procesos de opresión intrínsecos al Mal.