Decía Raymond Aron que en las modernas sociedades todo ciudadano necesitaba salvar el hiato existente entre lo que él cree que hace y lo que realmente hace. Las ideologías eran, o al menos lo que él denominaba “buen uso de las ideologías”, el puente que permitía que ambas no permanecieran inconexas. Ahora bien, el sociólogo francés aborrecía la conversión de éstas en dogmas laicos de incontestable validez.
Sin duda, la democracia de partidos se ha convertido, al menos en nuestro país, en eso que él llamo “religión secular”.
El principal dogma democrático, su sustancia moral, digámoslo así, es el de la representación. La teoría democrática presenta a los gobernantes como una extensión funcional del gobernado. Quizá esto sería ya teóricamente criticable en la medida en que en la representación democrática el gobernante no esta sujeto a mandato imperativo y, por tanto, puede ignorar la opinión de sus electores, como suele ser norma habitual. Pero, sin embargo, en España se ha optado, y nos resistimos a pensar en otros términos, por lo que Schumpeter denominó, y Gustavo Bueno ha repetido, corrupción de la democracia. La partitocracia.
La partitocracia se produce cuando entre las masas electorales y los cuerpos representativos se instalan, como elementos de mediación, los partidos políticos. El propio funcionamiento de esta institución supone ya un grave atentado contra la democracia. Su carácter super-jerarquizado y su férrea disciplina interna han borrado todo vestigio de supuesto democratismo. Se han convertido en meros instrumentos, en maquinarias organizadas por y para ganar elecciones. Por necesidades organizativas los partidos políticos actúan, tantas veces lo hemos visto, con una disciplina y solidez casi castrense. La cadena de mando, la disciplina de partido y el monismo del mensaje muestran su fin último, la consecución del poder.
Basta con ver la ausencia de ideas en los debates internos de los partidos políticos; el último proceso interno del PSOE ha sido paradigmático a este respecto. La cooptación de dirigentes no se produce por una democrática contraposición de proyectos internos sino por la preferencia por uno u otro “staff” dirigente. El funcionamiento interno de los partidos muestra una gran realidad y es que toda organización política se estructura formalmente para generar una incruenta sustitución de las elites dirigentes. Es lo que Michels denominaba “Ley de hierro ” que suponía la tendencia de todo partido hacia la oligarquización. Es decir, los partidos políticos no son más que, ni menos que, aparatos para aupar a ciertos grupos de intereses.
Cuando el partido político actúa en la esfera pública el factor representativo, de mediación, queda arrollado ante la imperiosa necesidad del poder. Utilizando una vieja distinción en la teoría política, se han convertido en organizaciones meramente protopolíticas y no políticas. Maestros en el arte de la polémica electoral se muestran limitados en su función gubernativa. De ahí que hayan convertido la gran política, la política de hombres de Estado, en pequeña política de trifulca barriobajera parapetados en la honorabilidad del escaño. Su función, digámoslo claramente, no es la representación sino el logro de la victoria electoral. Un vistazo al tono general del discurso político serviría para constatarlo.
En definitiva, si hay algo honorable en el afán democrático, que lo hay, éste queda borrado por su identificación con el Estado de partidos. La principal externalidad negativa de la partitocracia es que, como señala Pedro Serrano en El País, “termina usurpando la soberanía popular”. Para el partido político, el único órgano que puede alcanzar un poder real en la partitocracia, la voluntad popular es un mero elemento instrumental. De ahí que una vez alcanzado el poder la matemática electoral le permite actuar al margen de los intereses del país… hasta que se llega al periodo electoral. En sentido estricto, la partitocracia no sólo es una patología, sino la más impía corrupción de toda lógica democrática en la que el ordenamiento constitucional permite que una oligarquía, la de los partidos, actúe impunemente al margen de la voluntad general.
Lo más terrible no es la propia dinámica de los partidos sino la ficción sobre la que operan y que les permite autolegitimarse moralmente. No son mecanismos de representación, están al servicio de unas elites interesadas en la consecución del poder, degradan la política y, desde luego, no son la quintaesencia de la democracia. Que nos hayamos acostumbrado a pensar la democracia en clave de partidos no quiere decir que sea la única manera de hacerlo. Desmitificar los partidos, entenderlos como lo que realmente son (instrumentos para la circulación de elites dirigentes) y distinguirlos de la idea y afán democráticos son los pasos teóricos que han de suceder a lo que en la práctica ya es una realidad, la deslegitimación y descrédito del partido como unidad genuinamente política.
Habría que acabar con una pequeña aclaración que evite un juicio sumario contra todo partido político o todo sistema político que los incluya. El sistema de partidos no es inherentemente perverso. Hay sistemas de partidos en los que la rigidez de estos o su función política está atemperada. Quizá el ejemplo más claro sería la flexibilidad de los partidos políticos en USA donde son entendidos como cauces para la representación de una serie de intereses. Es decir, son entendidos como aquello que son. La existencia de partidos políticos no convierte a una forma política en partitocrática. Sin embargo, cuando éstos tienen todos los resortes del poder y, más aún, cuando la magistratura de los mismos es endogámica y reservada a una pequeña minoría surgida de la burocracia intrapartitaria, el riesgo es ya una realidad.
La partitocracia convierte a los partidos en el nuevo gran Leviatán pero, gracias a Dios, al igual que aquel era un “dios mortal”, éstos son susceptibles de desaparecer. En su contra juega que pocas cosas, y menos en sede política, permanecen inmutables eternamente.
Un comentario
El propio funcionamiento de esta institución supone ya un grave atentado contra la democracia. Su carácter super-jerarquizado y su férrea disciplina interna han borrado todo vestigio de supuesto democratismo. Se han convertido en meros instrumentos, en maquinarias organizadas por y para ganar elecciones. Por necesidades organizativas los partidos políticos actúan, tantas veces lo hemos visto, con una disciplina y solidez casi castrense.
Bien analizado, y sin olvidar que la democracia no es el estilo perfecto, simplemente es el menos malo de todos.
En ese mismo sentido cabe esgrimir el caso de los sindicatos, totalmente al servicio del poder que los financia, sin capacidad de una lucha real, porque el poder los controla con el dios del Siglo XXi.