El comienzo del nuevo curso se suele asociar de ordinario con la actividad escolar. Los primeros días de septiembre nos sorprenden agradablemente con una presencia inusitada de jóvenes en las aceras, parques y jardines, mientras se vacían las piscinas, lugares de playa y los pueblos de los abuelos, donde todavía se conserva la casa familiar. La ciudad se llena de voces agudas de niños y niñas que con sus mochilas llenas a rebosar de nuevos libros, estuches, pinturas y objetivos académicos se dirigen a los colegios. Los patios, silenciosos durante el verano, de repente expresan una actividad envidiable para los que hemos acumulado un número preocupante de años.
Ahora bien, hay otras instituciones que de forma algo menos ruidosa, también comienzan un nuevo curso. Son las que interrumpieron su actividad ordinaria a finales del mes de julio. Algunas lo hicieron en junio. Me refiero a los gobiernos, parlamentos, partidos políticos. Observo que están vinculadas con actividades públicas. Las privadas, no suelen cesar su actividad en el verano.
Estas instituciones públicas, quizá celosas del bullir asociado al comienzo del curso escolar, durante estas fechas del final del verano tratan de llamar la atención de los ciudadanos. Recurren a recursos diversos: la celebración de ceremonias, reuniones singulares de sus miembros, ruedas de prensa, comunicados, mítines, publicidad de proyectos e ideas. Mucha propaganda. Ruido y solo ruido, a veces incluso molesto, ahormado con palabras huecas fáciles de olvidar, a las que el ciudadano presta escasa atención.
Suspendieron su actividad con discreción buscada, evitando presentar los resultados conseguidos durante el curso periclitado, olvidando lo que es propio de todo curso, en especial del escolar. Sin la presentación de resultados no tiene sentido comenzar un nuevo ciclo. Parecería estar atrapado en un bucle sin salida. Se acaba un curso y comienza otro sin más motivo que el paso del verano. Sin embargo, estas instituciones se afanan en hacerlo anunciándolo con toda vistosidad.
El aviso de un nuevo curso brinda una magnífica oportunidad para que los ciudadanos señalen los deberes que estas instituciones deberían entregar realizados al final del curso. Así, el ciclo quedaría cerrado con criterio para dar sentido al nuevo.
Es por esto que me voy a permitir señalar algunos deberes básicos, genéricos y elementales de toda acción política, por si los responsables de estas instituciones tienen a bien escucharlos para presentarlos cumplidos al final del curso.
El Presidente del Gobierno y sus ministros deberían abandonar el oportunismo político, la política de imagen, la boutade en los discursos, el cortoplacismo manifestados hasta el momento. Tendrían que buscar con afán la coherencia en sus actitudes, dichos y acciones y abandonar la incongruencia que los ha guiado hasta ahora. Deberían tomar conciencia plena de sus responsabilidades para analizar con rigor los problemas de los españoles, hacer diagnósticos certeros para definir con claridad y solidez los proyectos, programas y acciones precisas acomodadas al interés general, lejos del partidista y electoral que iluminan las decisiones tomadas. Debería reconocerse como Presidente del Gobierno de todos los españoles a cuyo interés se debe y no solo al del PSOE, al de sus órganos de partido o de sus socios políticos.
El Parlamento se debería centrar en lo suyo: legislar y controlar al gobierno. Su objetivo sería conseguir los mayores consensos políticos para construir leyes estables, cuya vigencia no dependiera del albur de apoyos efímeros, coyunturales, populistas o de intereses secesionistas inconfesables. No debería destruir la legislación de los parlamentos anteriores, sino buscar su mejoramiento y acomodación a las necesidades sociales. Sus inoperantes comisiones de investigación, se tendrían que limitar a cuestiones estrictamente políticas.
Los partidos deberían aprender que no sirven a sus intereses electorales, sino al de los ciudadanos. Todos representan nuestros intereses, no sólo el de sus votantes o el de sus regiones. Sus estrategias políticas deberían trascender los despachos de sus dirigentes, sobre todo el del responsable de estrategia electoral.
Los nacionalistas deberían dejar de mirarse el ombligo y, en un alarde de honestidad intelectual, ojear por encima de los límites de los territorios en los que operan para descubrir que también hay vida al otro lado. Aceptar que los rasgos que distinguen y dan personalidad a las poblaciones a las que pretenden aislar, son de menor contenido e importancia que aquellos que les cohesionan internamente y les unen con las del otro lado de la frontera.