Nacionalismos y aceites

¿Qué tendrán que ver los aceites con los nacionalismos? ¿Qué el sabroso aceite de oliva español con el perverso nacionalismo anacrónico, retroalimentado con los superados y caducos conceptos de raza, lengua y cultura propios del romanticismo y sentido pesimista del siglo XIX? A mi juicio, ambos son pringosos, voraces, e insaciables con vocación inexorable de invasión y fragmentación de espacios. Aunque pueda parecer forzada la relación y exagerados los calificativos que la justifican, es conveniente conocerla para tratar oportunamente a unos y a otros y disolverlos con acierto. Los medioambientalistas saben que para eliminar un vertido contaminante de aceite en un rio se requiere aplicar agentes tensoactivos. Los constitucionalistas, las autoridades llamadas a defender las constituciones, deben aplicar sin complejos las medidas políticas contenidas en ellas para tal fin.

Los aceites no se mezclan con el agua y sobre un plano acuoso, forman una película continua que tiende a ocupar la máxima superficie. La mancha aceitosa inicial se dilata de modo natural sobre el agua y acaba ocupando la mayor área posible. El proceso físico continúa, aún a costa del espesor del manchón, hasta que llegado un momento de equilibrio éste se fragmenta en varias lentejuelas independientes.

Los nacionalismos se comportan políticamente de modo semejante al proceso físico de los aceites sobre el agua. Son incompatibles con las constituciones de los estados en los que ejercen y a las que corroen tenazmente de modo sistemático y permanente. Por su naturaleza y objetivos tienen vocación de invadir y ocupar lenta e inexorablemente todo el espacio político constitucional del territorio en el que operan. Avanzan políticamente hasta la absorción total del espacio constitucional común que los ampara. Acaban fragmentando el espacio constitucional común y, consecuente, llegan hasta la formación de lentejuelas o unidades políticas distintas. Son por naturaleza separatistas o secesionistas. Los nacionalismos, salvo que sean convenientemente controlados, siempre alcanzan sus objetivos: la separación y rotura del proyecto constitucional común. Es cuestión de tiempo.

Son radicales. En su estrategia política de acción, no caben medias tintas para la solución de los artificiosos problemas de relación constitucional que de modo continuo plantean. Si en algún momento las aceptan siempre lo hacen por razones tácticas de carácter transitorio más o menos disimulado según convenga al objetivo final. Nunca se muestran satisfechos hasta alcanzar la meta última: la rotura y separación del proyecto político común y la configuración de uno propio.

Son muchas y diversas las acciones que aplican para mantener activo el espíritu nacionalista entre sus seguidores. Merecen ser destacadas algunas: el recurso a la mentira o “postverdad”, como ahora se le llama; la alteración consciente de los hechos, incluidos los históricos; la manipulación descarada del lenguaje; la actitud victimista por inventados tratamientos injustos al que les somete la otra parte a la que pretenden políticamente fagocitar; y su presentación como movimientos modernos, tolerantes y abiertos al diálogo permanente.

Su llamada al diálogo resulta inquietante de forma especial. El diálogo para los nacionalismos es siempre unidireccional. No es un proceso bidireccional de encuentro con posibilidades de acuerdo en el que, dependiendo de la fuerza de los argumentos aportados, se puede ganar o perder espacio. Para los nacionalismos, el diálogo, y el acuerdo consecuente, no puede tener más efecto que el de la cesión por la otra parte y un nuevo arramplamiento constitucional para el activo nacionalista sin más valor que el de volver a plantear una nueva reivindicación hasta entonces desconocida. Su naturaleza les impide comprender que en el diálogo se puede ganar o perder espacio.

Llegados a este punto, es oportuno recordar lo que Ortega y Gasset dijo tres meses antes de que se aprobara el primer Estatuto catalán de la historia de España en octubre de 1932: “el problema catalán no se puede resolver, solo se puede conllevar; es un problema perpetuo y lo seguirá siendo mientras España subsista”.

Creo que la afirmación no se predica del problema catalán, sino de los nacionalismos españoles. No se afirma de los regionalismos que defienden y reivindican sus caracteres políticos, sociales y culturales singulares sin perjuicio de la unidad constitucional. De ahí que los constitucionalistas, los defensores de la Constitución de 1978, no deben olvidar, ni pueden hacerlo en ningún caso, los principios y valores en ella contenidos ordenados a salvaguardar la Nación española, única que se conoce en su texto tal como ha afirmado el TC en su sentencia de junio de 2010.

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