La coalición social-comunista del PSOE y de SUMAR se mantiene en su estrategia para acabar con la Mutualidad de Funcionarios Civiles del Estado (MUFACE), la cual permite, con una cuota no muy elevada, que el funcionario de carrera del Estado español pueda acogerse a los servicios médicos cubiertos por la Seguridad Social o a los ofrecidos por algunas aseguradoras privadas.
Hay una nueva licitación pendiente. Ahora bien, hay prestadoras de aseguramiento que han tomado la decisión de desvincularse del convenio mutualista, dejando en una incógnita incertidumbre a más de un millón y medio de funcionarios (recordemos además que menos del 10% de los mutualistas optan por acogerse a la Seguridad Social).
Esta mutualidad configurada por el Estado permite añadir beneficiarios (por ejemplo, hijos) y permite que, por ejemplo, las bajas médicas sean prescritas por un facultativo de la sanidad privada (mientras que los demás, al margen del posible interés en los servicios privados, necesitan ir a un médico de cabecera de la «sanidad estatal»). Obtienen, igualmente, descuentos en medicamentos y otros fármacos.
Esos beneficios previamente mencionados deberían de ser tan accesibles para los funcionarios. De hecho, este fin de semana, miles de mutualistas se han manifestado, en Madrid, en una convocatoria organizada por el sindicato CSIF, contra las acciones del régimen dictatorial de Moncloa. Es más, han puesto sobre la mesa «una huelga indefinida funcionarial».
Ahora bien, a la vista de este contexto, conviene exponer un punto de vista que no necesariamente se basa en el análisis de datos y de otros aspectos médicos. Más bien se trata de una perspectiva más filosófica, si se puede categorizar de esa manera, evitando los personalismos más extremos y notorios que pudieran manifestarse.
La ventana de Overton y la incoherencia
Podemos estar indignados por cuanto y en tanto existe un monopolio de facto en la sanidad española. Con las salvedades funcionariales previamente mencionadas, los subordinados por el Estado están obligados a costear lo que se conoce como «sanidad pública», de modo que la contratación de un seguro privado sea una adición, sin derecho a deducciones fiscales.
De ahí que uno pueda explorar distintas opciones que faciliten la libertad de elección de seguro sanitario, a mayor o a menor conveniencia, corrección e idealismo. No todas llegan al mismo grado de desvinculación entre el control estatal y el criterio del individuo como benefactor de la correspondiente cobertura sanitaria.
La mutualidad sanitaria es una opción intermedia dentro de la escala en cuestión. Esta no desestructura como tal el entramado de prestaciones estatales, pero abre la puerta a las aseguradoras privadas, de modo que se reduzcan los riesgos de insostenibilidad estatal y se flexibilice el rango de ofertas para los beneficiarios (este modelo también se aplica, en cierta medida, en los Países Bajos).
La existencia del modelo MUFACE contribuye a aminorar la alta congestión de los centros de salud y hospitales estatales, lo cual es, en sí, un problema nacional, cuya intensidad, evidentemente, no es la misma en todas las comunidades autónomas. Esto permite que haya quienes puedan ser intervenidos quirúrgicamente o diagnosticados en cuestión de días o semanas, y no de semestres y años.
De hecho, si no se desea trascender el mutualismo, debería de ofrecerse al resto de la población. No obstante, al quedar limitado a los funcionarios, puede considerarse como un privilegio estatal para los funcionarios (estos también carecen de los incentivos de mejora del empleador privado, ya que sus contratos no son indefinidos sino vitalicios, vinculados a «plazas fijas»).
De hecho es curioso que entre sus usuarios y actuales defensores haya gente que optase en su momento por demonizar las opciones del mercado que garantizaba el sector privado. Recordemos, por ejemplo, la llamada «marea verde» de 2012. Más de un funcionario educativo acudía a clase con las famosas camisetas de la «escuela pública» (alguno invitaba al alumnado de instituto a «sumarse a alguna manifa»).
Eran los tiempos post-perroflautísticos, en los que también proliferaba la «marea blanca». Se hablaba de unos drásticos recortes en materia sanitaria que nunca llegaron a existir (les molestaba la misma externalización de los servicios sanitarios de gestión hospitalaria) y advertían de que todo «quedaba en manos de unos pocos» como si lo público no fuera sujeto de enchufismo y clientelismo.
No pocos de esos trabajadores depositaban o siguen depositando su voto a favor de opciones izquierdistas, contrarias a la libertad de elección y favorables a la precarización de las prestaciones sanitarias. Sí, opciones que son reacias igualmente a la innovación, que no reconocen que extremar sus medidas aumenta la mortalidad, reduciendo la esperanza de vida.
Pero ocurre lo mismo que con la propiedad privada. La «okupación» no solamente disgusta, en el fuero interno y privado, a quienes «votan a la derecha». La gente de izquierdas también tiene propiedades para vivir e invertir. Estos también disfrutan de todo lo que es posible gracias al sistema espontáneamente ordenado de la economía de mercado.
En cualquier caso, la oposición a la derogación del modelo MUFACE no ha de ser simplista, binaria y dicotómica. Ha de ser vista como una ocasión para asumir que el Bienestar del Estado es un fracaso insostenible que no solo altera negativamente los indicadores macroeconómicos, sino que también merma la calidad de vida de las personas. Su ineficacia es demasiado costosa y solo beneficia a las castas políticas, clientelares y prebendarias.