Esta tarde tenía que comprar, por encargo de un amigo, algo que parecía prosaico y sin embargo ha resultado inusitadamente difícil de encontrar. Tras algunas revueltas por el barrio de San Juan, donde vivo, el destino y la imaginación me han llevado a pasearme una vez más por la calle Martín de Azpilicueta, “a ver qué encontraba”. De nuevo he tenido el placer de rondar una calle de las de toda la vida, calle de ciudad humana y sin prisas; calle de urbanita tranquilo que disfruta con los vecinos de siempre y con los comercios de siempre: esas de las que aún hoy se puede encontrar alguna en casi cualquier barrio de cualquier ciudad.
Para un nostálgico de la ciudad como yo, se echa un poco de menos el tráfico. Es peatonal, lo cual supone una ventaja evidente de comodidad para el viandante y el vecino (para mí mismo, no nos engañemos), pero no deja de perder un toque de romanticismo. Como cuando en Vitoria, donde vivían ascendientes míos, peatonalizaron la calle Dato; es más cómoda, pero no es lo mismo. O como si al ayuntamiento de San Sebastián se le ocurriera patonalizar la calle Matía de mi niñez: ganaríamos en salud, sin duda, pero sería un crimen de lesa urbanidad (“urbidad”, para ser más exactos y si se me permite el término). Ciudad y coche son dos conceptos necesariamente unidos en las mentes del urbanita contemporáneo. No digo que las ciudades del futuro tengan que vivir necesariamente ese binomio; es más, seguramente no lo harán; pero una cosa es la salud, la comodidad, el chicle de clorofila, el prohibido fumar y el fitness, y otra el recuerdo y la nostalgia.
En estas tardes primaverales, un paseo tranquilo por la calle Martín de Azpilicueta supone la mejor terapia contra el snobismo y la ansiedad a las que estamos sometidos a diario. Para los que nos hemos criado en un barrio, pocas cosas hay como disfrutar viendo el funcionamiento de la jamonería, la tienda de ultramarinos donde ante mi interés me han regalado un brote de jengibre “para probar”, el estanco, la vinatería, la tienda de chuches, la de lámparas, la de ropa que no es de marca, la de móviles, la de bollos (especial para diabéticos, oiga),… con las señoras de bolsa y carrito entrando y saliendo, los chapuzas sacando y metiendo, el viejo de barrio con su peculiar cadencia en el andar; una calle de barrio de las de siempre, repleta de vida y humanidad, en la que por no faltar, no falta ni el bar de lotería y aceituna, partida de mus y olor a frito, tinto y Faria -aunque ahora sea de chinos, por obra y gracia de la globalización-.
Estoy enamorado de la calle Martín de Azpilicueta. Si no existiese, habría que inventarla.