Hace unos meses circuló con éxito un artículo sobre educación universitaria del catedrático Daniel Arias Aranda, en el que advertía a los alumnos del engaño en que se había acomodado la enseñanza universitaria. Se expiden títulos ayunos de contenido, con lo que al fin y a la postre, la titulación pierde valor. «Querido alumno universitario de grado: Te estamos engañando», así comenzaba su escrtito el Sr. Arias. La inflación, concepto económico, se ha adaptado a las aulas. Como los aprobados proliferan, todo pierde valor en cadena; si tú haces más billetes sin generar riqueza todo se encarece y entras en una espiral muy peligrosa de empobrecimiento; de la misma manera, ahora ya no vale con un 10, sino que la puntuación se extiende hasta el 14 en la selectividad.
La última ley, aprobada por ministros de escasa formación académica, ha dado una vuelta de tuerca más de la que hemos sido testigos estas últimos semanas. Ahora se puede votar si un alumno de la eso pasa de curso, tenga el número de suspensos que tenga. En la duda de que tal vez estemos abocando al fracaso a alguien por hacerle repetir, siempre hay profesores que prefieren no arriesgar y darles el pase. Si el pase lleva a un completo fracaso académico no será culpa de los profesores: la ley lo consentía.
En los tiempos de la EGB que los adultos conocimos, e incluso con la Logse, la repetición de curso permitía a un alumno replantearse si realmente quería estudiar, y en caso afirmativo, ponerse en el nivel académico que no había logrado. Es cierto que las cosas han cambiado: por nuestra obsesiva educación obligatoria hasta los 16, pensamos, aquellos alumnos que no tienen capacidad o interés por estudiar y su futuro pasa por una formación profesional básica, pierden el tiempo alargando su paso por las aulas. Es mejor que no repitan, decimos, y que sigan con alumnos de su misma edad. En cualquier caso, con la flexibilidad para expedir títulos, ya se les dará el certificado de la ESO llegados a los 16.
Esto genera algunos problemas. Uno, es el ambiente que crea entre las aulas: si alguno cree que los alumnos no se frotan las manos sabiendo que al final, a poco que des un poco de pena, te pasan de curso, es un ingenuo. Otro es que no siempre sabemos si realmente a un alumno le va a venir bien o mal repetir. Todos hemos conocido esos casos en que alguien entra en una crisis en la adolescencia de la que sale como ha entrado, sin saberse muy bien por qué; pero fue, precisamente, la fortaleza del sistema la que le salvó, poniéndole enfrente las consecuencias de no estudiar. Esa persona repetía curso (o se mataba a estudiar en verano) y recuperaba el nivel académico. Y ahora que tanto se habla de valores ciudadanos: esa experiencia de elección y de libertad personal era tan importante como la instrucción académica.
Por último, esa mentalidad según la cual se contempla que un alumno estará mejor con los de su edad por el simple hecho de la edad, reduce la enseñanza a una especie de cursillo de verano, en que se organizan “talleres”, y el caso es mantenerte entretenido. El valor en que queda la instrucción académica es paupérrimo. No hay saberes organizados de manera escalonada, sino experiencias difusas en las que se participa, se curra mucho y “venga, nos ponemos las pilas”; porque los profesores hablamos ahora como los adolescentes. Esta mentalidad también influye en el ambiente y en el nivel de exigencia, por supuesto.
Sé que muchos compañeros contestarán que hay cosas más importantes que la instrucción académica. He escrito unos cuantos artículos a lo largo de los más de veinte años que llevo impartiendo clases y, la verdad, no veo por ningún lado los beneficios del relativismo educativo. Y como suele ocurrir casi siempre cuando una institución pública se devalúa, las clases con menos recursos son las más perjudicadas.
Creo, en conclusión, que estamos coadyuvando en formar una generación más débil en todos los sentidos: menos poderosa desde el punto de vista intelectual y con menor resistencia al fracaso. La percepción de psicólogos y psiquiatras, atendiendo a los problemas que reciben en sus consultas (y al alarmante número de suicidios, siempre camuflado), apunta a eso. Podemos decir que el problema es complejo, abarca a toda la sociedad…, de acuerdo; pero el caso es preguntarnos si la escuela no está desaprovechando sus recursos para fortalecer a los infantes que vienen ya con problemas de casa.
Precisamente porque creo que la educación debería ser un medio de ascenso social y de crecimiento personal, el abajo informante ha iniciado esta misma semana un proyecto que tiene por fin pedir, desde la comunidad educativa, una reforma urgente de la educación. Sí, efectivamente: una ley educativa más, y que quien apueste por un cambio radical no espere ningún consenso, porque difícilmente lo habrá, y ojalá me equivoque. Uno nunca sabe en qué puede quedar una proclama, un manifiesto, una plataforma por la reforma educativa, pero, a vuela pluma, se me ocurre que autores como Alicia Delibes, Ernesto Ladrón de Guevara, Gregorio Luri, Andreu Navarra, Alberto Royo, Ricardo Moreno Castillo y muchos más no habrían escrito una sola página en contra de la corriente imperante (que a su vez, a más de uno nos ha ayudado a reflexionar en voz alta) si hubieran pensado que nada se puede cambiar. Si no se da pábulo a este debate, los partidos políticos que probablemente en un breve plazo puedan plantear un cambio de rumbo, no harán más allá de un maquillaje. La responsabilidad no es sólo de los políticos. No hay ley ninguna en la que podamos ampararnos para no denunciar el engaño.
Javier Horno Gracia
Un comentario
Para mi una clave para explciar le fracaso educativo del regimen del 78 es sin duda alguna la obligatoriedad de estudiar en lenguas regionales españolas de claro uso rural y minoritario. Todos los expertos remarcan que los alumnos deben estudiar en la lengua matera.