“El estado es esa gran ficción por la que todo el mundo se esfuerza
en vivir a expensas de los demás” (Fréderic Bastiat).
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El laberinto de las relaciones sociales en un marco de sociedades extensas y globalizadas obliga a acuerdos institucionales multiformes. Desafortunadamente, los actores políticos y buena parte de la opinión pública siguen anclados en categorías conceptuales simplistas, como por ejemplo una distinción excluyente entre lo público versus lo privado, o una consideración pobre de la agencia estatal y la que se produce en el mercado. En efecto, este tipo de dicotomías, propio de la literatura científica en las áreas de la economía y de la política de los años ’50 (véase Paul Samuelson, por ejemplo), hoy está superada, como bien dan cuenta los aportes recientes de la economía neo-institucional y el insigne trabajo de premios Nobel de la talla de Amartya Sen, Vernon L. Smith, Elinor Ostrom, Angus Deaton, por nombrar algunos. Paralelamente, buena parte de los debates sobre la relación entre administración pública y sociedad civil están influidos por los sesgos y las disonancias cognitivas que nos conducen, nuevamente, a visiones maniqueas y simplistas de los actores sociales involucrados: reservamos para los funcionarios públicos las características de la bondad y el desinterés, mientras que los actores en el sector privado estarían guiados por un egoísmo descontrolado y una maligna tendencia a la mercantilización de la vida. Para hacer las cosas todavía más difíciles, a menudo se cree que simplemente bastan las buenas intenciones de los actores gubernamentales para legitimar resultados y consecuencias. Por eso, sostener algo tan verdadero como políticamente incorrecto como es afirmar que algunas desigualdades pueden resultar justas es algo que no tiene cabida en el discurso político del pensamiento único socialdemócrata dominante, y algo que no osaría afirmar ningún burócrata de turno. En medio de esta lucha por los recursos, la sociedad civil que actúa no tan cohesionada como los grupos de interés y los burócratas suele ser la gran perjudicada.
La supresión del convenio de la CUN ha sido un escenario donde hemos visto aflorar todo este cóctel explosivo, en el que a pesar de las razones más o menos nobles esgrimidas por ambas partes, no hicieron más que confirmar la perenne actualidad de la lúgubre sentencia de Bastiat. No pretendo introducirme en los aspectos técnicos respecto de si el convenio suponía, o no, un ahorro para el erario público. Aunque esto pueda resultar de interés, creo que los incentivos de los actores involucrados impedían, sencillamente, reconocer en el debate público aquello que dañara sus intereses. ¿Realmente podíamos creer que un funcionario público iba a ser capaz de admitir que la sanidad privada es más eficiente que la pública, sin poner un “pero” que mostrara la supuesta falacia oculta tras esa comparación? ¿Realmente creemos que un actor privado iba a ser capaz de reconocer que podría haber sido opaco el modo en que se recibieron fondos de la administración para financiar la provisión privada de un servicio público? Resulta difícil que una persona entienda y acepte algo cuando su salario, su visión del mundo, su status o imagen social dependen, justamente, de no entenderlo.
En todo caso, lo que la lógica de todo este debate creo que ha puesto de manifiesto es que los criterios de equidad, transparencia y distribución eficiente en el gasto no han sido precisamente los que orientaron la discusión, al menos desde la administración. Hubiera bastado para esto que la administración hubiera propuesto algo del tipo: “¿queréis conservar el convenio?, bien, ¿en qué medida y porcentaje nos podéis ayudar en la reducción del tiempo en las listas de espera de la sanidad pública?” Como han dejado entrever diversos actores involucrados, si para suprimir “beneficios injustos” y “privilegios” había que pagar el precio de igualar hacia abajo, pues adelante. Sacrosanta igualdad, la que consagramos ante el altar de la Administración (con mayúscula) secular.
El 29 de enero pasado, el Rector de la Universidad de Navarra ha hecho entrega de la medalla de Plata a 118 profesionales vinculados a la entidad; en su discurso ha afirmado que “el futuro de la Universidad está en nuestras manos. Con vuestro trabajo diario bien hecho, nos ganamos cada día la libertad”. Celebro estas palabras, pero deseo destacar que aunque resulte paradójico, en un Estado de bienestar hipertrofiado, en todo este marco tan “solidario” de transferencias cruzadas, el bien común termina siendo el otro gran perjudicado. La libertad se gana no simplemente con el trabajo bien hecho sino también con una progresiva independencia económica que permita asegurar la libertad y sostenibilidad de las instituciones respecto de los vaivenes e intereses de los poderes públicos, al tiempo que se fortalece el principio de subsidiariedad. Sin embargo, creo que la relación entre el adormecimiento de las fuerzas morales de la sociedad civil y el avance de estados de bienestar hipertrofiados está pendiente de ser narrada. Desconozco las decisiones internas que orientaron a los directivos de la CUN y de la Universidad, y sin instar a que se pierdan las normas básicas de civismo, creo humildemente que había más margen de maniobra para la defensa de un bien que la entidad consideraba legítimo. Noto cierta parálisis emocional en todo este proceso, que no me resisto a relacionar con el casi omnipresente estado de bienestar navarro. Algo más de 22.000 firmas de apoyo en change.org para una medida que de base afecta a más de 7.200 personas, dice bastante de este adormecimiento.
Algunos pueden creer que todo esto no es más que un tema un tanto baladí vinculado a las distintas preferencias culturales sobre el modo de gestionar la relación público-privado, y a eso que tanta mala prensa tiene como son los intereses “económicos”. Se puede pensar que estos conflictos no pasarán a mayores, que ya bastante difícil será para los empleados y sus familiares, así como para las personas que pueden llegar a perder sus empleos, como consecuencia de todo esto. Sin embargo, honestamente, y a tenor de algunas de las afirmaciones expresadas por algunos actores gubernamentales involucrados en el debate, temo que el escenario futuro no se presenta muy halagüeño. ¿De verdad creemos que en un futuro próximo no serán puestos en tela de juicio, los criterios de salud sexual y reproductiva que promueve la CUN?, ¿de verdad creemos que no se revisará el marco jurídico de la cesión de los terrenos en los que se ha construido el campus? De una progresiva toma de conciencia de la necesidad de una cada vez mayor independencia económica respecto de la administración pública depende, en mi opinión, la posibilidad de sostener centros e instituciones que vivan una auténtica cultura cristiana. Si no se defiende la libertad económica, tarde o temprano se termina conculcando la libertad religiosa. Demasiadas lecciones de la historia dan buena cuenta de ello.