Recuerdo un mes de septiembre, en mi juventud leí un artículo de Juan Ramón Corpas en el que describía con singular maestría el grato olor del otoño con el comienzo de curso escolar, los libros recién forrados, los lápices para estrenar y los árboles que amarilleaban. Era el comienzo de un nuevo curso, que en nuestra infancia constituía todo un horizonte de belleza. Es curioso que cuando la naturaleza hace madurar sus frutos y ya las hojas, cumplida su función, adoptan la dorada sonrisa de la vejez, empezamos un ciclo lleno de promesas. Y cuando nos disponemos a recorrerlo, las nubes que se arraciman, las golondrinas que se agrupan en bandadas, el frío que se va deslizando entre los rayos del sol nos invitan a recogernos en la íntima audiencia de la literatura.
Hoy, recordando aquellas admirables líneas de Corpas, y alcanzada ya la festividad de Todos los Santos, quisiera recomendar al lector, si es que no la ha leído ya, una novela propicia al recogimiento poético: La Regenta, de Leopoldo Alas “Clarín”.
Antes de entrar en la obra propiamente dicha, déjeme el lector que le cuente un descubrimiento casual que hice hace ya unos años. En El libro de Oviedo, una de esas publicaciones de lujo que se hacen con ayuda pública, leí yo un magnífico prólogo del filólogo Emilio Alarcos Llorach. En un subgénero como el del prólogo uno espera encontrarse con palabras amables y correctas. Curiosamente, Alarcos, como inspirado por Clarín, atiza entre frases elegantes una serie de sopapos a sus conciudadanos dignos de admiración. Pareciera que se vengara de esos ocultos rencores que todos alguna vez guardamos hacia nuestra propia tierra. Algo de eso hay en Leopoldo Alas. Me he preguntado más de una vez cómo se atrevió a publicar una novela como La Regenta en una ciudad tan pequeña, que todos los lectores reconocerían en la literaria Vetusta. Se habrán hecho pocos retratos de la vida provinciana tan cáusticos como éste de Alas «Clarín».
Yo, cuando la leí, no me quedé con la carga crítica tanto como con la sensación de que un mundo real se desplegaba ante mis ojos, donde se retrataba lo que en fondo era verdad, lo que las apariencias no nos dejaban ver. La fuerza expresiva de la novela me había emocionado de tal manera que me había enamorado de aquella pequeña sociedad provinciana, que cobraba tintes míticos. Pasado el tiempo, la volví a leer y me ocurrió lo que muchas veces ocurre cuando nos ha fascinado una obra: que en la segunda lectura advertimos cosas que incluso contradicen la idea que nos habíamos hecho en un primer momento y en la que nos habíamos complacido. La Regenta era más carnal de lo que creía. Aun con todo, me siguió fascinando: cuando terminaba un capítulo tenía que poner la señal y cerrar el libro, porque necesitaba tiempo para degustar el poderío expresivo. Con la lectura ocurre a a veces como un sabor que nos extasía y que no queremos mezclar con otro.
Años después, en una Nueva historia de España me encontré con un análisis muy diferente a lo que yo guardaba en mi corazón hacia la obra de Clarín. El historiador Pío Moa criticaba en La Regenta que su visión era excesivamente negativa. A mi entusiasmo por la novela no le gustaron aquellas líneas. Tuve la ocasión de hablar, durante una cena, con el señor Moa sobre el asunto. Le pregunté si es que no le parecía una gran novela y me respondió que él no hacía una valoración literaria, sino una observación en cuanto al contenido. Esta pista me llevó a una relectura más crítica también por mi parte. Ciertamente, no puedo quitar la razón a Pío Moa: si algún defecto se le puede achacar a Clarín es que la historia creada no tiene apenas un atisbo de bondad. Casi todos los personajes obedecen mayormente a sus propias conveniencias. Ana Ozores es una víctima, de acuerdo, pero no vemos en su trayectoria una resolución madura o coherente y su religiosidad se mueve en un estrecho camino de sublimaciones fugaces. Frígilis, el prototipo del buen salvaje, tal vez es de los mejor parados, pero tampoco podemos decir que alcance la fuerza de un héroe.
Pero hay algo en esta obra que trasciende la sátira y la eleva. Vetusta es una balaustrada de piedra desgastada por el viento que ha arreciado durante décadas, y cubierta de un moho intemporal. Es la balaustrada que recorre el paseante otoñal, en estado de contemplación. “La heroica ciudad dormía la siesta”, deja esculpido Clarín para abrir su novela, y se podría decir que para cerrar su lectura, su significado. No se ha escrito una frase más otoñal. Estas seis palabras nos envuelven en la butaca y vuelan alrededor. La cuna de la Reconquista su sume en el vulgar sueño tras llenar el estómago. Y a partir de ahí, nos metemos en las calles de la Oviedo ideada, siguiendo el polvo y los papelillos que se persiguen y arrebujan y se quedan tal vez años incrustados en un rincón. El narrador hace de cada recodo un paisaje, un poema. El estilo, la forma en La Regenta es el alma de quien vive y respira en una ciudad odiada -porque es amada-, y quiere levantar un monumento imperecedero al cretino, miserable y amado corazón humano.
En el fondo de la actitud narrativa, inflexiblemente denunciadora, hay una especie de fidelidad insondable al paisaje y sus gentes. Es curioso esto del amor y el odio que van de la mano, pero es así y no es fácil alcanzar el sentido. La conciencia de esta ambivalencia se da muy clara en las ciudades de provincias, donde todo el mundo se conoce, decimos, aunque no sea del todo cierto. Pamplona podría ser Vetusta. Yo recuerdo ahora a un buen colega músico, hace ya muchos años, que cantaba en el coro de la Catedral de Pamplona, y que en Noche Vieja se disfrazó con una melena rubia de corte egipcio y atuendo blanco y negro: iba disfrazado de “las coristas” (tenían un mote que no recuerdo), entre las que creo recordar estaba su propia madre. Todos hemos conocido a alguien que nos habla de una entidad que conoce muy bien, como puede ser su coro, su parroquia, su comunidad de vecinos… con una ironía que sería devastadora si no nos moviera a la risa. El canónigo de la catedral de Vetusta don Cayetano lleva un sombrero de teja “largo y estrecho, de alas muy recogidas (…) y como lo echaba hacia el cogote, parecía que llevaba en la cabeza un telescopio”[1]. Bueno, La Regenta no es una novela cómica, pero tiene más sentido del humor del que pueda parecer.
Pero es cierto que Clarín llega a ser feroz en sus análisis. Así, por ejemplo, describe al auditorio que asiste a los sermones del obispo: “Eran los sollozos indipensables de los días de la Pasión, los mismos que se exhablaban ante un sermón de cura de aldea, mitad suspiros, mitad eructos de la vigilia”.[2] El mundo que describe Alas, tomado al pie de la letra, llega a ser tan miserable que uno se pregunta cómo podía funcionar siquiera el mecanismo de un reloj. La cuestión, como siempre, es si su visión demoledora es verosímil. Exagerada o no, el lector percibe que todos tenemos algo de esos héroes que fueron y que hoy duermen la siesta.
Sin embargo, junto a la crítica feroz nos encontramos con una poderosa mirada poética que trasciende la sátira a cada paso, porque La Regenta lleva al lector de paseo continuo, no sólo por sus calles, sino por la naturaleza: “La cuesta era ardua, el camino como de cabras; pavoros acantilados a la derecha caían a pico sobre el mar, que deshacía su cólera en espuma con bramidos que llegaban a lo alto como ruidos subterráneos”[3]. La obra está llena de percepciones sensoriales que siglo y medio despúes despiden el mismo ruido inmediato de los acantilados.
El mismo Alas dejó escrito que había salido una obra de arte de sus manos. Admirable si pensamos que contaba sólo con 33 años de edad cuando publicó el segundo tomo. La penetración psicológica y espiritual es realmente asombrosa. La galería de personajes es absolutamente palpitante: el pedante, el bruto, el abuelito inocente que no se entera de nada, el seductor infatigable, el inculto, el intelectual refugiado en los libros que en el fondo es un rijoso, el comerciante egoista sin principios, la mujer a la que los hombres nunca toman en serio… Con simples gestos, rictus, toses, los murmullos en un corro, el vuelo de un manteo en un andar orgulloso, el roce permitido de un pie, la pedantería de un frase, el bullicio estentóreo de unos excursionistas… el narrador mete al lector en un mundo cuyo sabor ya no se olvida. Y también tendríamos que decir algo sobre el erotismo de La Regenta. No se ha construido yo creo que en toda la historia de la literatura española un personaje femenino de más belleza y atractivo que doña Ana Ozores sin hacer nada explícito.
En fin, lean La Regenta. Aunque sea solo por despertar de la siesta.
[1] Capítulo II.
[2] Capítulo XII.
[3] Capítulo IV.