La segunda guerra contra el terrorismo

Catorce años separan el ataque paramilitar contra París del ataque terrorista contra las Torres Gemelas y el Pentágono. Parecidas a las que la Administración Bush sacó de aquel brutal ataque han sido las consecuencias extraídas por el Elíseo década y media después: se trata también ahora de «un acto de guerra»; se trata de un ataque contra cuyos autores Hollande promete justicia; y se trata de resistir y de perseguirlos allí donde se encuentren. El paralelismo es esclarecedor.

En 2001, la principal lección extraída por Estados Unidos eran los peligros inherentes a desentenderse de lo que ocurría en determinados países: cuando el islamismo se asentaba en un país musulmán, no sólo lo canibalizaba: lo utilizaba como base de operaciones tanto para expandirse por otros países mahometanos como para atacar a los países occidentales en suelo occidental. Esa era la gran lección que provocó la guerra contra el terrorismo, la que anunció Bush tras el 11-S y la que ha dado por cerrada Obama con la retirada de las tropas de Irak y Afganistán.

Es la misma lección que hoy sacan los países europeos, que miran con vértigo la expansión de ISIS, Boko Haram, Hamás o la Yihad Islámica. El enemigo es el mismo, bien que a veces con otras siglas.

Pero el ataque de París presenta otras características bien definidas.

En primer lugar, la estrategia de los atentados ha dado paso ahora a la guerrilla paramilitar: acción de comandos bien entrenados, equipados y organizados, en el corazón de las ciudades europeas. Comandos capaces de sostener durante horas enfrentamientos con las fuerzas de seguridad, tomar rehenes y llevar la iniciativa en las calles. Pese a la monstruosidad del 11-S, nadie pensaba entonces en algo semejante.

En segundo lugar, el objetivo apetecible es ahora Europa, que presenta una vulnerabilidad a este tipo de operaciones que Estados Unidos no poseía en 2001. Las sociedades europeas, abiertas hasta la imprudencia, constituyen el lugar idóneo para reproducir este tipo de ataques contra la población civil.

En tercer lugar, la nueva estrategia norteamericana hacia Oriente Medio ha cambiado radicalmente. El mensaje de Obama tras los ataques a París no deja lugar a dudas: considera el problema exclusivamente europeo, y ni siquiera el término islamismo le parece adecuado. No sabemos si a partir de 2016 otro presidente cambiará de aproximación, pero la tendencia norteamericana tras haber luchado casi en solitario la primera guerra contra el terrorismo es clara: menor compromiso.

Los europeos se enfrentan así a una segunda guerra contra el terrorismo, continuación de la primera, pero que, a diferencia de aquella, tiene por protagonista al Viejo Continente: como objetivo, como actor, pero también como campo de batalla. El presidente Hollande, como Bush hace catorce años, pronunció el «Estamos en guerra» con determinación. Pero queda por ver si acepta, como el americano, las consecuencias de sus palabras, que pasan por librar el conflicto. A decir verdad, los ejércitos europeos carecen hoy de la fuerza material y la fuerza moral para combatir al ISIS con garantías. Acabar con el reinado de terror que comienza en Alepo y explota en París exige a los europeos dotarse de unas capacidades de las que hoy carecen: constituir un cuerpo expedicionario multinacional de no menos de 30.000 efectivos capaz de operar en Oriente Medio; contar con un sistema coordinado de apoyo y logística que permita sostener una presencia que, como en la primera guerra contra el terrorismo, va a ser larga; y dotar a este cuerpo expedicionario del apoyo aéreo, naval y de inteligencia necesario para perseguir y destruir al ISIS en territorio sirio-iraquí.

Los más pesimistas lo consideran impensable, y no les falta razón. Esto pasa por incrementar los presupuestos de defensa drásticamente, algo a lo que los europeos son reacios; y pasa por introducir en las Fuerzas Armadas europeas el espíritu de la guerra larga, la misma que los norteamericanos sostuvieron a partir de 2001 y que los europeos detestan. No es la primera vez en la historia que Europa está contra las cuerdas y reacciona. Además, los países europeos llevan décadas fantaseando con el Eurocuerpo y otras fantasmales y fantásticas iniciativas de defensa. Ahora tienen no ya la oportunidad sino la necesidad de hacerlas reales y operativas. Porque, como afirma Rafael Bardají en Libertad Digital, o se les para en Alepo o se les para en Vallecas. Hay poca opción.

Sin embargo, no vale con eso. A diferencia de la primera guerra contra el terrorismo, esta segunda tiene un segundo frente que no tenía la misma importancia en 2001. El ataque de París ha vuelto a llevar a los investigadores al barrio islámico de Molenbeek, en Bruselas, como en otras ocasiones a barriadas del extrarradio de París, Marsella o Birmingham: las llamadas no-go-zone, barrios deprimidos donde reina la delincuencia y donde el orden comienzan a imponerlo los imanes radicales con el Corán en la mano. Los europeos tienen un grave problema con barrios donde es posible comprar un Kalashnikov al precio de un iPhone 6 y donde los traficantes de armas y drogas se cruzan con yihadistas retornados de Siria, jóvenes inmigrantes ilegales y franceses de segunda y tercera generación sin demasiadas perspectivas.

Y alrededor de este islamismo –que crece ofreciendo sentido a la vida de muchos jóvenes europeos y presionando legal y socialmente en todas las direcciones– los líderes musulmanes en Europa siguen ofreciendo un manto de protección ideológica y política: la pasividad, la falta de iniciativa del llamado «islam moderado» contra el yihadismo, le sirve a éste de coartada.

Este frente interior es más controvertido, porque mezcla elementos muy dispares. Desde el punto de vista del uso de la fuerza, la misma Francia ha ido comprendiendo que una guerra librada en casa exige un uso creciente de Fuerzas Armadas en suelo propio: hoy los europeos dan por hecho que desplegar blindados y tropas de infantería por Trafalgar Square, el Boulevard Saint Germain o quizá la Gran Vía es algo bastante probable. Como también lo es utilizarlas como apoyo para las operaciones en determinadas no-go-zones. Escenario increíble hace poco, pero hoy ya plausible y real en las calles de París.

Este frente interior tiene otro aspecto, mucho más preocupante: la debilidad moral de las instituciones europeas. La democracia liberal es un régimen de tolerancia que, simplemente, se destruye a sí mismo cuando permite y tolera a grupos e ideologías intolerantes. Al fin y al cabo, Fuerzas Armadas, fuerzas de seguridad y servicios de inteligencia son sólo los instrumentos. Es la inteligencia política, en palabras de Clausewitz, lo que las dirige. Y el lector conoce bien el problema que subyace. En el caso del islamismo, enemigo de la democracia liberal, la vieja Europa no sólo no lo proscribe: lo fomenta mediante el multiculturalismo y las políticas de protección de minorías. Las políticas de sanidad, de educación, de religión de las sociedades abiertas constituyen para el radicalismo islámico una oportunidad de expandirse, crecer y erosionar un régimen que considera decadente y pervertido.

Hoy la sharía, como elemento paralelo al Estado de Derecho, crece en las ciudades europeas; pero, presas del relativismo moral e intelectual, las instituciones y las élites continentales se ven paralizadas, incapaces de reaccionar. Los europeos llevan décadas de cesión, pero hay medidas que se antojan inevitables. Persecución y cierre de mezquitas no controladas, expulsión de imanes y clérigos radicales, prohibición de la sharía en territorio europeo, control estricto de inmigrantes y refugiados son medidas que los europeos son reacios a tomar, pero que se antojan fundamentales. Como lo es el dotar a los servicios de inteligencia de nuevas herramientas: las mismas que, por cierto, los europeos criticaban a los Estados Unidos. De repente, con comandos islamistas ametrallando terrazas, cines y teatros en Europa, la Patriot Act no parece tan monstruosa.

En fin: esta segunda guerra contra el terrorismo ofrece a Europa un desafío sin precedentes, continuación aunque muy distinta de la del 11-S. La retirada de las tropas norteamericanas de Irak y Afganistán marca el fin de la primera guerra contra el terrorismo, la liderada por Bush y Aznar tras el 11 de Septiembre. Ahora, el ataque sobre París marca un antes y un después: la segunda guerra contra el terrorismo se librará en, contra y por los europeos. Queda por ver si Hollande, Cameron o Merkel están a la misma altura de quienes libraron la primera.

Óscar Elía, analista de GEES y profesor de la Universidad Francisco de Vitoria (UFV).

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CLAVES EN OPINIÓN

2 respuestas

  1. La guerra tribal, fuente de paz en Oriente Medio

    «Los turcos nos mantuvieron unidos como anteriormente en la historia, mientras que los franceses y los ingleses nos dividieron», me respondió una alumna en un centro de formación de profesores de enseñanza media en Doha (Qatar) en septiembre de 1969 a mi pregunta sobre cual había sido el secreto para lograr una estabilidad política en la zona en los tiempos anteriores a la dominación turca, cuando no hubo fronteras en tan vasta zona panárabe.

    El secreto de la estabilidad eran las contínuas guerras tribales entre ellos mismos. Cuando una tribu se hacía demasiado poderosa, el péndulo de la naturaleza jugaba su papel. Todas las demás tribus se aliaban para rebajar el poderío de la prepotente. La violencia, la guerra, llevaba siempre a la paz y así se fraguó siempre la estabilidad en el Oriente Medio. Nunca hubo fronteras (eso fue invento de los ingleses y franceses), solamente zonas de influencia tribal.

    Si un día Al Qaeda, Daesh, Isis u otras organizaciones para el monoteísmo y la Yihad tomaran el poder en Pakistán – país que detenta la bomba atómica – reunirían de nuevo todos los territorios del Oriente Medio eliminando las actuales fronteras artificiales trazadas torpemente con regla y compás por los ingleses y los franceses al término de la primera guerra mundial. Volverían al sistema de la dominación otomana enfrentando unas tribus contra otras, como siempre había ocurrido en la historia.

    Hay quienes añoran los dictadores como Sadam Hussein para mantener la paz en sus respectivos países. Y piensan que es un error la política de Occidente de intentar entronizar allí la democracia. Los dictadores en el Oriente Medio – mucho más que la democracia – son los que impiden el equilibrio tribal en la región y propugnan erróneamente la primacía de una sola tribu.

    La paz en el Oriente Medio será precísamente la contínua guerra tribal. Sólo las pequeñas guerras fratricidas serán sinónimo de paz y estabilidad en el Oriente Medio. Y eso hará que nuncan sean poderosos. Que nunca pueda prosperar la 3ª guerra mundial.
    ————————
    Sánchez-Marco, Carlos; «De Nasser a Perejil» http://www.lebrelblanco.com/articulos/

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