Estos días leía en las redes sociales una larga carta de Pablo Iglesias e Irene Montero en que agradecían las muestras de apoyo recibidas tras el nacimiento prematuro de sus dos hijos. Entre otras cosas, ambos políticos hacen un exaltado elogio del sistema sanitario universal, se hermanan con todos los colores políticos que les han apoyado en días tan difíciles y miran con buenos ojos, incluso, aquellas plegarias (y quien sabe si posibles intermediaciones) de una lista de santos concretos.
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La reacción de los internautas no se ha hecho esperar: reacción en general emocionada por palabras tan humanas al fin. Y es principalmente ante estos comentarios a la carta de los políticos de Podemos ante lo que, instantáneamente, algo se revuelve en mi interior.
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No hay duda de que lo mejor de los seres humanos aflora en las situaciones en las que se ponen en juego las grandes realidades, las más misteriosas, y sin duda una es la paternidad. Pero yo no puedo dejar de preguntarme por el rédito político que en este caso pueda obtener el líder de un partido que proclama todo lo que yo no quiero para una sociedad, bajo el pretexto o disfraz de un supuesto altruismo.
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De Pablo Iglesias, como de tantos otros líderes, se podría hacer un retrato con sólo escucharle unos minutos: sus interpretaciones, creo, tienen una calculada programación. Mis sospechas ante ese comedimiento calculado, esa entonación premeditadamente impasible y runruneante son demasiado negativas, por lo que me fijaré en algo más que en su puesta en escena para que no se me tache de subjetivo: me fijaré en el apoyo explícito o implícito a Venezuela, a Cuba, su memoria exaltada de la revolución comunista, su memoria exaltada de la Segunda República; me fijaré en su discurso contemplativo con la ETA, con Otegui, su relativismo oportunista con los golpistas catalanes; recordaré su crasa hipocresía, enarbolando un discurso sobre una casta podrida de la que él, su partido, nos quiere librar, para acabar comprándose una mansión que, cuando no la tenía, era emblema inequívoco de esa casta podrida capitalista. Y de su partido, en general, no puedo olvidar el desprecio con que tratan todo lo referente a la Iglesia, con un discurso obsesivamente laicista que les ha llevado, como botón de muestra, a retirar el servicio público que hace Televisión Española de retransmitir la misa dominical; y recordaré que como buena izquierda radical, el aborto en Podemos se contempla como un derecho que el estado debe garantizar. Con lo que lo mismo un feto puede ser un niño prematuro que un objeto de aborto.
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No lo sé: tal vez algo esté cambiando en el corazón de estos dos políticos de Podemos, pero si fuera así, muy calculada me parece también esta vez la puesta en escena: las conversiones llaman normalmente a la humildad. Sería yo el primero en alegrarme y recriminarme mi desconfianza si esto no tuviera un fin propagandístico y fuera, al menos, el comienzo de un camino de santidad. Lo que me resulta intrigante es el afloramiento de deseos emocionados por parte del pueblo internauta. El temor, bastante fundamentado, a que el señor Iglesias utilice este discurso para lavar su imagen radical y ganar adeptos de más colores para seguir inoculando su discurso antisistema, no parece que se contemple en esta eclosión de loas a los dignatarios podemitas. En unos tiempos en que se está discutiendo en la calle si es viable que un país como España ofrezca una seguridad social universal para todo el que venga, la carta de Iglesias y Montero, justifica, con sus emocionadas palabras de agradecimiento a los rivales políticos que rezaron incluso por sus mellizos, esa demagogia del “todo para todos”, muy atractiva, muy populachera, pero causa inevitable de ruina. Pablo Iglesias ha cambiado el tono de sibilina y envenenada ironía con que califica a esa casta que quiere derrocar, por un emocionado agradecimiento a la vida: ay. A todos nos han seducido los canallas alguna vez. Pero nuestra responsabilidad es no ser ingenuos: por nuestro propio bien.
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