Es muy difícil que un político esté hoy callado. Tiene que hablar ―y hablar mucho― para esconder lo que se quiere ocultar a toda costa: que el mundo ha vuelto a vivir una época feudal. Un conjunto de individuos ―la mayoría de ellos iletrados, incultos, ignorantes, pero astutos, ladinos y despabilados― se ha encumbrado gracias a la maquinaria de los partidos políticos en la jerarquía del espectro social erigiéndose en casta dominante (nuevos nobles) y campan a sus anchas por estados, naciones, países, territorios o como quiera llamárseles en este remozado régimen de vasallaje. Al igual que ayer, el sistema se apoya en un conjunto de instituciones por medio de las cuales se crean ―esto es, se legisla― y rigen las obligaciones de obediencia (acato de las leyes) y servicio (pago de impuestos, tasas, aranceles y demás gabelas) del llamado ciudadano ―ayer vasallo― hacia el señor (ahora Administración Pública), así como las de protección (policía y fuerzas armadas) y sostenimiento (infraestructuras, telecomunicaciones, etc.) por parte del señor respecto del vasallo (hoy ciudadano).
Así las cosas, nada tiene de extraño que en la actualidad haya un divorcio ente la clase política y la ciudadanía. El ciudadano ya no es aquel campesino que transformado en vasallo estaba sujeto a vivir ahormado en el caso límite de la estructura patrimonial admitida en las relaciones entre señores y vasallos. Salvo en el caso de quienes son acérrimos sectarios, el impulso que mueve al votante rara vez es el impulso que mueve al partido que se vota. El político ―sea del color que sea― es siempre un oportunista y tengo el convencimiento de que ninguno de los que componen la casta jerárquica de la nueva feudalía sería capaz de decir lo que el abogado, historiador y político Francisco Silvela, proclamó el 24 de octubre de 1903 en una sesión del Congreso de los Diputados. Anunció su retirada de la política con estas palabras: “Tened caridad al juzgarme por el único acto de que me considero culpable: el de haber tardado en declarar a mi país que no sirvo para gobernar”. Para más inri, los nuevos señores feudales nos exprimen en mayor cuantía que los medievales, nos ningunean y nos obligan a aceptar se dé el nombre de “política” a un cúmulo de actos que, si se hicieran o llevaran a cabo por quienes no se dedican a ella, recibirían el calificativo de estúpidos o, peor aún, de pérfidos, viles, perversos, miserables o bellacos.
Hoy se ha hecho moneda de uso corriente lo que dijo Voltaire: “¿Qué es política, si no el arte de mentir a propósito?” Asusta tanto sujeto mixto de paloma y serpiente para el que dos y dos nunca son cuatro. Y asusta, además de aburrir, que se digan tantas vulgaridades, se pinte siempre al adversario como un tonto o como un canalla, y se susciten causas que abocan en insufribles consecuencias. Véase, si no, en la que actualmente nos han metido los nuevos señores feudales. La memoria dijo Antonio Maura que es una prófuga de la política y es trágico que haya cobrado actualidad lo que Ganivet escribió en Granada la Bella: “Con la mejor compañía de cómicos se representa muy mal una comedia si no se distribuyen bien los papeles”. El casting que hoy actúa en el desgobierno de España es realmente de traca.