La guerra de Cataluña

Algunos lectores pueden escandalizarse por el título empleado en el artículo. Pudieran pensar que soy partidario de calificar lo ocurrido en Cataluña como una guerra en el sentido tradicional y de solucionarlo como ha sido lo habitual: mediante la violencia, expresión externa de una situación de guerra. Nada más lejos de la realidad.

El 6 y 7 de septiembre pasado, unos líderes catalanes empachados de competencias autonómicas, en modo alguno desnutridos de ellas, se sintieron con el poder moral e intelectual suficiente para reivindicar ciertos derechos al margen del proceso habitual: su planteamiento en el Congreso de Diputados y la modificación constitucional si fuera preciso. A tal efecto, crearon de hecho el “estado catalán”. Para ello, expulsaron del parlamento catalán a los representantes de los catalanes que se sentían vinculados con España, se autoerigieron en únicos representantes del “poble” catalán, desconectaron con el ordenamiento jurídico del Estado e incluso lo hicieron con su propio estatuto de autonomía por su vinculación con él y aprobaron la ley de cabecera de su propio ordenamiento jurídico: la ley de transitoriedad. Aprobaron también la ley de referéndum que legitimaría todo. En suma parieron un “estado” que plantó cara al Estado español. ¿Qué es ésto sino una declaración de guerra entre estados que reivindican derechos?

Después de un largo “procés” consentido debieron pensar que tenían todas las herramientas en sus manos: el poder municipal, el “poble” vociferante tras el símbolo de la estelada, la Agencia tributaria, embajadas suficientes en el exterior, las fuerzas de orden público (germen del futuro ejército) en sus manos, el Centro de Telecomunicaciones y Tecnología de la Información (CTTI), un sistema educativo adoctrinador, una Historia adulterada como nación oprimida, medios de publicidad y propaganda. Y la que era más importante, un Estado español acomplejado, débil, con sus fuerzas políticas constitucionalistas divididas por sus intereses particulares. Debió ser el momento para la aplicación del art. 155 de la CE, pero esta debilidad lo impidió. Se prefirió recurrir a las vías judiciales, que cumplieron con rigor su papel, pero de modo inoperante pues sus resoluciones se dirigían a quienes ya no las reconocían como tales.

En su ensoñación, llegaron a pensar que las empresas disputarían por venir a Cataluña para instalarse, la Comunidad internacional correría a reconocerlo y la UE le abriría sus puertas de par en par. Se enfrentaron al Estado con dos armas, el derecho a decidir como legitimador del nuevo estado catalán y el diálogo de igual a igual: de los representantes del estado catalán con los del Estado español para la desconexión pactada. Nunca se refirieron al diálogo del Gobierno catalán con el de España en el seno de las instituciones políticas españolas (Congreso, conferencia de Presidentes, Ministerios). Por eso los requerimientos del Estado al Presidente del Gobierno catalán semejaban a un partido de “ping pong”.

El castillo de naipes se desmoronó tan pronto como sus previsiones resultaron fallidas: las empresas se fueron, la UE les dio la espalda, la Comunidad internacional (ni siquiera Venezuela) los reconoció y, sobre todo, el “poble” catalán constitucionalista respetuoso, silencioso y, quizá, un poco amedrentado, salió a la calle el 9 y 29 de octubre demostrando su existencia. Ningún grupo político singular podrá nunca más arrogarse la representación del pueblo catalán. Le bastó al Estado enseñar la carta del art. 155 ante la DUI, a quienes no tuvieron la gallardía de mostrar su voto de independencia, para que como corderitos, unos se encaminaran hacia las elecciones autonómicas del 21 D y otros hacia los tribunales de justicia.

Sea cual sea el resultado de las elecciones, los hechos, al menos de momento no se volverán a repetir. Y si, por tozudez, así fuera, el Estado deberá responder con mayor dureza como la justicia hace con el reincidente. Pero no se engañe el Estado, volverán a la carga. La solución nunca será judicial, sino política. Se deberá abordar con decisión la reforma constitucional, no para conceder mayor autogobierno a quien, por lo visto, no puede digerir el que tiene, sino para configurar un Estado fuerte, capaz de defender ante quien sea los derechos de todos los españoles con criterios de igualdad. No importa cómo le llamemos, autonómico, federal, pluricultural, plurinacional con tal de que sea fuerte. En el objetivo la reforma del título VIII, que define las competencias de las Comunidades autónomas y del Estado, del Senado como cámara de representación regional, la ley electoral, las competencias básicas del Estado: educación, salud, justicia y orden público.

Esto no se hace deprisa y corriendo en seis meses, ni solo con representantes de los partidos políticos, sino con la participación de sabios expertos y con muchas dosis de generosidad para saber encontrar y salvaguardar el principio de lealtad constitucional.

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