La vuelta, después de un tiempo de silencio, ha de hacerse por un motivo que llame al corazón. A estas páginas, también. Hace pocos días murió Miguel Mariezcurrena, padre jesuita. En Pamplona mucha gente lo trató durante años, y quien lo trató no lo ha olvidado. No debo decir que fue un hombre ejemplar, ni una buenísma persona, ni tantos elogios que tan bien escogemos, porque aquellas personas que han recibido un don –y lo han aceptado humildemente, como Miguel- trasnmiten la inefable e incuestionable presencia de la esperanza, y no se puede hablar de ellos de cualquier modo.
Conocí a Miguel en unos ejercicios espirituales cuando yo era un adolescente un tanto atormentado. Jesús es vida, no es tormento. En el fondo no sé si le creí, aunque he sabido luego que su sonrisa perenne y su corazón de niño en aquel cuerpo formidable, tambaleante desde hacía años, eran una realidad superior. Nuestro corazón lucha, el de Miguel amaba y en estos momentos, cuando han pasado unos años desde que dejé de tratarle asiduamente, vierto unas lágrimas no por su muerte, sino por su grandeza. Miguel era encantador y único hasta en esa torpeza de montañés con que le había dejado el reúma o quizás alguna enfermedad más grave. Pero no había nada grave para Mariezcurrena. Un simple saludo era para él motivo de alegría y de admiración: todo era vida. No me cabe en duda que se fue con la paz con la que vivió. Hoy le pido que siga rezando por nosotros