Se ha aprobado una Ley de la Igualdad hace pocos días. El lenguaje denota nuestros cimientos más profundos. La simplificación a que apela una sola palabra, “igualdad” (¿está usted a favor de la igualdad?), es una estrategia típica que se adopta a a izquierda y derecha. Los vocablos, las frases hechas son como una estantería: los pronunciamos como apuntamos con un dedo a una balda, intuyendo qué libros tenemos ahí. Pero de vez en cuando hay que releer para dar cuenta exacta de lo que querríamos recordar.
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Es curioso que en estos años apenas nadie haya clamado por la falta de igualdad en el sistema educativo, que es con mucho la peor de las desigualdades. Hablar de igualdad educativa no es escurrir el bulto, sino una manera de acotar y dar contenido al vacuo término de la égalité. No es nada nuevo: a casi nadie interesa mucho. Es sintomático el lugar que la educación ocupa en la mente de los españoles. ¿Quién se acuerda de lo que fue, realmente, nuestra educación? Los profesores, nada más, y de esa manera. Estudiar es harto duro, y uno se vuelve benévolo sin querer. En la flor de la juventud se aguantan carros y carretas. Hagan la prueba de sentarse un rato sólo en una adusta silla de pupitre, y se percatarán, como la reunión sea muy larga, de cómo merma la paciencia al paso de los años.
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En varias ocasiones he afirmado que nuestro sistema educativo se ha infectado de un falso paternalismo, un paternalismo que, advierto, ni siquiera los profesores que lo predican lo aplican sobre sus hijos. En líneas generales, ese paternalismo bebe del Emilio de Rousseau. El filósofo francés escribió un tocho bien gordo para decir muchas cosas con pluma brillante, unas ciertas, otras una auténtica majadería, pero que en resumen venían a emocionar al lector con la idea vaga de que el sistema educativo tradicional era una porquería y que había que replantearse todo. Esta idea parece volver ya no sólo en los gobiernos, si no en las edades de las personas. Tenemos una relación ambigua con la educación porque de repente su rutina nos abruma. Hasta que hay tanto jaleo en la clase que se pega un grito para sobrevivir.
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Estudiar, decía arriba, es duro como el chapacumen de los pupitres. Estudiar exige una disciplina mental que es difícil de explicar y acaso poco provechoso analizar demasiado, porque las buenas disciplinas se consiguen más por voluntad que por técnica. Hay una obsesión por innovar un tanto absurda. La inteligencia, como fenómeno propiamente humano, no se termina de conocer nunca a sí misma, pero sí se intuye a sí misma. A mí me gusta utilizar el símil de aquel que cruza un río de bajo caudal. No sabe exactamente en qué piedras se apoyará, pero tantea: mira el trayecto hasta la orilla opuesta y una vez se va adentrando, lo modifica según descubra una piedra mejor donde apoyar el pie. Pero no: aquí estamos todavía que si las competencias, que si los objetivos, que si lo importante no es saber que Colón descubrió América en 1492, sino reconocer una línea de tiempo significativa. Y hacemos dibujos del río, pero los alumnos no lo cruzan por su propio pie. Dicho esto es evidente que hay unas técnicas que se puede aprender. Yo me espanto cada vez que explico a mis alumnos de bachillerato un recurso nemotécnico, porque la mayor parte de ellos no han utilizado uno jamás. Las técnicas para estudiar son muy viejas y tan mal no han funcionado. Todos los grandes logros de la cultura europea se consiguieron sin el Emilio de Rousseau; una vez publicado éste, es dudoso que influyera demasiado.
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Otro asunto es que busquemos maneras interesantes de plantear las clases a los alumnos. Pero tengamos siempre presente una cosa: los alumnos se aburren, muchas veces se aburren y no porque el profesor sea un plomazo, sino porque asistir de lunes a viernes a seis clases diarias es un coñazo aquí y en Finlandia, por mucha nieve que caiga. Los alumnos son humanos y un día aparece uno mal dormido o peor desayunado, y qué le vas a hacer. Decirle que se aguante y que aguante el tipo, que no es poco. Eso sí, el profesor no debe estar cerrado a probar nuevas maneras de impartir la materia. Curiosamente, de eso no se habla en los centros educativos. Así que yo por mí recuperaría la clase peripatética, por qué no, que la practicaban ya los griegos. Como establecería periodos de lectura individual en silencio monacal, y recuperaría algo tristemente perdido, architradicional, que es la lectura comentada, para la que se necesita un profesor que haya leído mucho, un libro bueno y un lápiz, nada más. En las escuelas de pueblo, me decía mi tío Ángel, no tenían más que un mapa, la Biblia y el Quijote, y ahí se pegaban el día venga leer y escribir. Casi nada.
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Por último, me querría referir aquí a una idea muy progre que es eso de que todos estudien. No todo el mundo vale para estudiar, y hablamos, naturalmente, ya no de lo básico, sino de los estudios que te preparan para la universidad. Este es otro debate prohibido. Lo de que todo el mundo no vale para estudiar es algo obvio, pero si nos ponemos estupendos con esto de sacar lo mejor de cada uno, podemos acabar poniendo a operar cataratas a un enfermo de párkinson. La obligatoriedad, es necesario recordarlo de vez en cuando, ha igualado por abajo. En España se premia a los niños que cocinan de Masterchef, pero no a los empollones.
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En España urge levantar el nivel académico tanto como aprovechar el agua del Ebro, o más. Esta sí es una cuestión de igualdad: que cualquier niño español pueda estudiar en el instituto más brillante, porque todos son brillantes; que un niño del barrio más humilde de cualquier ciudad, del pueblo más aislado de nuestra geografía, cuente al menos con una escuela pública de alto nivel académico. Sin necesidad de pagar una escuela privada, y no como tradicionalmente hicieron quienes nos trajeron las bondades de esta revolución pedagógica que aún estamos sufriendo.
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Javier Horno