Con la salvedad de los círculos de la izquierda sociológica, tanto en la barra del bar como en los salones domésticos, los medios y las redes sociales, se está desatando un considerable cúmulo de críticas hacia las asignaciones de puestos de empresas públicas dependientes del Gobierno de España a afines socialistas si no han sido personas cercanas a Pedro Sánchez.
Por poner algunos ejemplos, podemos referirnos a la colocación de su esposa, Begoña Gómez, en el Instituto de Empresa, una entidad educativa que ha recibido subvenciones; el «enchufe» de amigos en empresas públicas como Renfe, Correos y Paradores; y la confianza en un miembro de la directiva del partido para el Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS).
Visto lo visto, uno puede afirmar que, entre otras cosas, el prometido «cambio y progreso» era «colocar a los nuestros donde hay que hacerlo» (ciertamente, como esto no lo hace nadie que está a la derecha del PSOE, el silencio mediático de los escolares y los ferreras es absolutísimo; de hecho, están muy centrados en el asunto del posgrado del nuevo líder del PP, Pablo Casado).
Aunque en realidad se trata de algo en lo que participan todas las élites políticas, a pesar de «tirarse los trastos», no voy a ser tan equidistante y tibio como para no decir nada. Obviamente, no voy a participar en actitudes inmaduras de crítica en las que incurren sujetos que no son menos propensos a dejarse tentar por los vicios infundidos por el poder y la superficie de control estatal.
En cambio, creo que siempre será lo adecuado, correcto y justo hacer un análisis que vaya rumbo hacia la raíz del problema, que no es, ni más ni menos, que el hecho de que haya empresas en manos de los políticos, ya sea de manera directa o indirecta, es decir, entidades que si no ostentan titularidad pública/estatal, reciben alguna proporción de dinero estatal (subvenciones).
Puede haber procesos de elección mediante un sistema de oposición, en los cuales simplemente se tiene en cuenta la calificación de un examen, de un papel que no demuestra todo lo que realmente sabes, no ya porque evalúen algo que no domines lo suficientemente bien, sino porque puede que hayas tenido un mal día o básicamente te hayas estresado lo mínimo para no rendir adecuadamente durante el proceso.
Pero no siempre es así. Hay empleados y funcionarios que siempre se eligen «a dedo´´, igual que ocurre con los respectivos directivos. El burócrata de turno siempre va a elegir a aquellos que más agradables le resulten, con los que haya alguna clase de afinidad, ya sea personal, ideológica o partidista. Incluso de elegir al mejor maestro o al mejor ingeniero, intentará hacer prevalecer de alguna manera el criterio anterior.
Para colmo, se tratan de empresas que, independientemente de que sean o no elementos monopolísticos, son financiadas con dinero proveniente de los impuestos de todos los españoles, de eso a costa de lo cual muchas familias ven algo más complicado llegar a fin de mes, ahorrar, invertir y consumir, y más de una empresa se ve abocada a despedir empleados o reducir los salarios.
Así pues, no hay nada mejor que cerrar, si no se privatizan (no me refiero a externalizar la gestión a una empresa «amiga», sino más bien a liberalizar) todas esas empresas públicas. Pero no ya solo por quitarle caprichos a la casta política de turno, sino porque no hay nada mejor que el Estado se limite, si existe, a dejar elegir al consumidor entre las mejores ofertas de diversas entidades privadas.
Una vez dicho todo esto, ya para finalizar, simplemente háganse la idea de que el Estado es más malévolo que benévolo, de que tiende a ser problemático, y que puede definirse como entidad mediante la cual una casta trata de controlar a toda una sociedad, ya sea en mayor o en mejor medida, ejerciendo el monopolio de la violencia, e intentando satisfacer su propio interés.