Es muy habitual que, en ciertos discursos políticos e ideológicos, se diga que los impuestos aplicados a la renta (en el caso español, IRPF) son progresivos y redistributivos, de modo que, en teoría, solo pagan más quienes más tienen.
Es cierto que a medida que aumenta el nivel salarial, el sueldo neto tiene mayores obstáculos para despegar. Es decir, que cuanto mayor sea la nómina salarial bruta, mayor será la presión confiscatoria que se ejerce contra el asalariado.
El sentido común debería de llevarnos a alarmarnos, pero ciertas tergiversaciones del mensaje nos hablan de una situación de justicia -a deber mejorarse- en la que los llamados «ricos» están pagando más, por tener mayor capacidad y «ayudar así a la redistribución de la riqueza».
Ahora bien, aquí hay dos problemas muy fuertes, ambos de descaro absoluto. Uno de ellos es que se está blanqueando el castigo al trabajo, al servicio a la sociedad por medio de una o varias prestaciones concretas (en base a las capacidades, méritos y circunstancias de cada uno).
Se deslegitima que, por ejemplo, uno pueda recibir una mayor retribución si la sociedad da un alto valor a sus aportes al desarrollo científico-tecnológico o a ciertas evoluciones industriales (como esos, más de mil ejemplos).
En otras palabras, podría entenderse que es el Estado, con su trasfondo demoníaco, quien se merecería el fruto del trabajo ajeno (la avaricia, entendida como uno de esos pecados capitales que definen al socialismo).
También se prostituye mucho, de una manera estricta y absolutamente torticera, el término «rico». Se hace pensar en segmentos con una capacidad económica que no sería ajena a cifras más que superiores al medio millón de euros.
Pero ese es el cebo perfecto para anestesiar alguna mente más de la cuenta. De hecho, se les escapa, en algunos medios de comunicación, reconocer que los «ricos» son segmentos de lo que podríamos denominar como clases medias.
En cualquier caso, cabe empezar a advertir de que el IRPF es una medida de exclusión social que, sin agradar a los segmentos de renta más altos, ofenden seria y gravemente a aquellos que tienen un nivel de renta mucho más bajo.
Cercenar la libertad de elección
No todo bien del mercado ha de estar a la misma nivelación económica. No todo puede tener el mismo valor así como tampoco responder al mismo patrón. Recordemos las explicaciones misesianas sobre la complejidad heterogénea de la acción humana.
No obstante, pensemos que la pérdida de poder adquisitivo que uno sufre a través del IRPF (sin descontar las abusivas cotizaciones a la Seguridad Social y el IVA, entre otros impuestos) no es una cantidad meramente simbólica.
Las cuantías pueden superar con fuerza el centenar de euros mensuales, lo cual es superior, en ocasiones, a valores como un cuarto de la cuota hipotecaria, una mensualidad de una póliza sanitaria o una cuantía a abonar en una matrícula educativa.
Así pues, no solo es que la persona tenga un margen de ahorro muy ajustado (recordemos los contextos de inflación), sino que el Estado ayuda a que las rentas más altas sean las usuarias de ciertos servicios.
Con lo cual, es muy simplista e impreciso soltar que «los colegios privados sean carísimos», que «las pólizas cuestan demasiado» o que «no se dan suficientes ayudas» cuando, precisamente, el expolio fiscal condiciona tus márgenes de maniobra.
La libertad de oportunidades (lo que hay que defender en vez de la llamada «igualdad») de acceso a ofertas educativas, sanitarias, turísticas o inmobiliarias no se consigue con paguitas o expropiaciones, sino permitiendo a los individuos crecer y tener amplio margen de capacidad económica.