La razón de ser y la justificación última del Estado es la protección de la vida de sus ciudadanos. Es un axioma de la filosofía ético-política admitido universalmente, al menos en teoría. Pero resulta necesario recordarlo y reafirmarlo ante la nueva ley sobre el aborto, aprobada, sancionada y promulgada por el Estado español. Señalo explícitamente al Estado como autor de dicha ley, porque en su génesis -que viene de lejos-, en su sinuosa trayectoria legal y en su formal promulgación, han intervenido, de una u otra manera, todos los poderes fundamentales del Estado: gubernativo, legislativo y judicial. Por cierto, con un clamoroso mentís a su teórica independencia. No me refiero a las personas singulares que ejercen dichos poderes: sin duda, no todas y cada una han favorecido y aprobado dicha ley; pero sí lo han hecho como tales las altas instituciones y magistraturas del Estado. Razones éticas, no religiosas.-El rechazo al aborto y a su legalización se basa fundamentalmente en lo que implica y produce: la destrucción de vidas humanas inocentes e indefensas. Me niego a caer en la trampa sutil de plantear el debate sobre el aborto en clave religiosa. Prescindo absolutamente, en mi reflexión, de toda norma de fe y moral católicas, porque el rechazo y oposición frontal a leyes abortistas no es consecuencia de un determinado credo: es radicalmente un imperativo de ética humana natural, previa a cualquier religión. Decía lo de trampa sutil porque quienes defienden legislaciones abortistas acostumbran a objetar, a los que se oponen y las rechazan, que sus argumentos en contra son razones de fe y moral cristianas. Pero como ellos se profesan agnósticos o ateos y el Estado es aconfesional, ni las admiten ni se les pueden imponer. Pero resulta que la concepción de un ser vivo no es un hecho religioso ni político: es pura biología genética. Y un óvulo fecundado es realmente un nuevo ser humano -¿de qué otra especie, si no?-, es ya un ‘alguien’ distinto, singular e irrepetible. No importa su tamaño, peso y figura. Así lo afirma y sostiene la ciencia biológica y genética. Algunos se resisten a tal certeza científica con alambicadas y bizantinas objeciones: no quieren aceptar que el comienzo verdadero de la vida humana es el instante mismo de la fecundación. Quizás porque reconocerlo así obliga a necesarias conclusiones éticas: personales, jurídicas y políticas que exigen inexcusablemente una rectificación total de leyes y conductas. Es evidente que la legalización del aborto no obliga a nadie a realizarlo, pero también es cierto que las leyes van configurando la mentalidad de los ciudadanos hacia una fácil, pero falsa, identificación entre lo ‘legal’ y lo justo, más aún, cuando esta ley no sólo despenaliza sino que convierte el aborto en un pretendido derecho a la eliminación de vidas humanas. Pretendida soberanía.-Se alega que dicha ley ha sido aprobada democrática y mayoritariamente por los representantes de la soberanía popular. Pero, ¿quién les ha otorgado el poder soberano para legitimar la destrucción de ciertas vidas humanas? Es inadmisible, además, que en nuestras cámaras legislativas se imponga la disciplina de voto en opciones éticas de tanto calado y gravedad. Tal disciplina masifica el criterio de diputados y senadores, sofoca su conciencia personal y los somete al pensamiento único de su partido. El resultado necesario es el voto unísono y monocorde como un ‘balido’. electrónico. Oposición cívica.-Ante esta ley injusta e inicua los ciudadanos libres, conscientes de lo que significa y legaliza, debemos oponernos frontalmente y manifestar nuestro rechazo -activo y pasivo- de un modo civil y pacífico, con todos los medios honestos y eficaces, ejerciendo nuestra soberanía popular. Esta ley es lo más grave y letal que se ha instaurado en España en el ámbito ético y jurídico. Bien merece que los ciudadanos se rebelen ante una violación político-legal del derecho humano fundamental a la vida. Para ser Estado de derecho no bastan las apariencias democráticas ni las formalidades legales. Si el Estado y sus instituciones no rectifican, nadie se extrañe de que, al llegar las elecciones, los ciudadanos den la espalda a las urnas, indignados de que, con su papeleta de voto, se puedan promulgar alevosamente leyes contra la vida. Termino haciendo mías las palabras sobre el aborto de un egregio escritor castellano que se nos acaba de morir: «La náusea se produce igualmente ante una explosión atómica, una cámara de gas o un quirófano esterilizado» (Miguel Delibes). Somos millones los que sentimos idéntica náusea.
Un comentario
Buen artículo. A mí me hace mucha gracia eso de que la ley del aborto no obliga a nadie a practicarlo. Es como hacer una ley que permite matar a los judios, pero que no obliga a matar a los judíos. Pura tolerancia y respeto, oigan.