Derecho de vida y muerte
Los que hemos estudiado Derecho, debemos recordar cómo, en el Ordenamiento jurídico romano, el antiguo paterfamilias tenía un derecho absoluto “de vida y muerte” –ius vitae necisque– sobre los hijos sometidos a su patria potestad. Eso significaba que el padre de familia gozaba de un poder soberano para castigar, vender, alquilar, prestar o incluso dar muerte a sus descendientes. Sin embargo, no tenemos noticias de que las facultades más extremas de ese atroz ius vitae necisque se hayan aplicado alguna vez en el ámbito doméstico durante la realidad histórica de Roma. Este planteamiento, vigente supuestamente en época arcaica, no era más que una hipérbole que venía a significar la total soberanía jurídica -personal y patrimonial- que se atribuía al cabeza de familia, como dueño del destino de su prole. Lo cierto es que hoy no hay nadie que no se horrorice -con toda razón- ante la mera posibilidad de que un pater pudiera dar muerte impunemente a sus hijos, por cierto, una posibilidad vinculada con el famoso heteropatriarcado.
Evidentemente, las cosas habían cambiado mucho ya en el Derecho romano justinianeo. Probablemente, la situación jurídico-social que se daba en este periodo se asemejaba bastante a la que encontrábamos a principios del siglo XX, con unos padres que podían ser autoritarios y severos, pero que ya no eran déspotas absolutos dueños de la vida de sus vástagos. Desde entonces hemos crecido algo en el reconocimiento de la dignidad y la autonomía que deben tener los menores de edad, en el sentido de que la patria potestad no es tanto una prerrogativa ejercida por los padres a su arbitrio y en su provecho, como una función que se ejerce exclusivamente en beneficio de la prole. Se supone que los menores constituyen la parte más débil en las relaciones familiares.
Sorprendentemente, ese derecho a dar muerte a los hijos ha reaparecido cuando menos lo esperábamos. La diferencia es que el llamado “derecho al aborto”, consagrado en la legislación de este Occidente desnortado, no es ninguna hipérbole ni ningún planteamiento simbólico. Se trata de una facultad real que causa millones de víctimas en el mundo y que es objeto de uno de los “negocios médicos” -no sé cómo designarlo sin insultar a una muy honorable profesión- más lucrativos y repugnantes del mundo. El derecho consiste en atribuir a la mujer gestante un poder de decisión irrestricto, vitae necisque, sobre el fruto de sus entrañas.
Hace apenas unos lustros se invocaban “causas” extremas que venían a justificar una conducta que seguía siendo antijurídica: la de dar muerte a tu propio hijo. Bien es verdad que entre estas “causas” graves para quitar la vida se incluía la hipócrita mención al “riesgo psicológico de la madre”, apreciado de forma rutinaria y falaz en miles y miles de casos. No se nos ha olvidado aquella astuta y perversa estrategia ideada por el PSOE y consagrada por el PP. Pero al menos seguía existiendo la ficción de que, fuera de esas “causas justas” (es un decir), la vida del nonato seguía siendo digna de protección.
Hoy esto no es así, demostrándonos cómo la famosa “Ventana de Overton” funciona a las mil maravillas. Es más, recuerdo a la perfección cómo, cuando la famosa Ley Aído (2010), se planteó por primera vez la posibilidad de que las menores de edad pudieran abortar sin permiso de sus padres. Muchos de los socialistas con los que hablé entonces se escandalizaban de esa posibilidad. ¡Cómo va a abortar por su cuenta y riesgo una niña que no puede ni salir del Instituto en el recreo a comerse el bocadillo sin autorización de sus papis! Hoy en día, sin embargo, casi todo el mundo lo ve normal, incluyendo a esa chica mona a la que presentan como una Juana de Arco madrileña y que aparece como una alternativa a las poltronas socialistas, aunque no para sus políticas de fondo. Me refiero a ese PP que no es más que un PSOE en diferido, con diez años de retraso.
Muchos dirán que no es lo mismo matar a tu hijo fuera del claustro materno, porque ya le has visto la cara y has oído su llanto, que si lo haces dentro del mismo, porque solo has visto en todo caso una ecografía. Pero los seres humanos son seres humanos con independencia de que los queramos mirar o no, o del lugar físico que ocupen. Es una falacia invocar el derecho al propio cuerpo, haciéndonos creer que lo que lleva la mujer en su seno forma parte del propio organismo. Es verdad que el propio Derecho romano contribuyó a este dislate, porque solo consideraba persona a los enteramente desprendidos del seno materno que fueran viables y tuvieran forma humana. Una concepción precientífica y casi supersticiosa de la fisiología, comprensible en aquella época, hacía suponer que una mujer podía dar a luz, por ejemplo, un monstruo, un demonio o un sapo. Hoy ya no hay excusa para esta superchería; si una mujer está embarazada, lo que lleva en su seno es necesariamente un espécimen del género humano, dotado de un código genético distinto del de su madre y con cromosomas personales que le acompañaran hasta la muerte. Ese niño podrá estar enfermo o ser poco agraciado, pero no deja de ser un ser humano. Negarlo es propio de terraplanistas.
Estoy usando argumentos racionales que no tienen nada que ver con dogmas religiosos. Que yo sepa, los agnósticos y ateos de este país quieren que se castigue el homicidio y el asesinato, aunque no crean en el alma ni en la vida eterna. Es más: si los descreídos consideran que solo tenemos esta existencia terrena natural para desenvolvernos, deberían defender el derecho a la vida a fortiori, porque, en su marco conceptual, ese sería el bien supremo de los individuos. ¿Cómo es posible entonces este consenso generalizado entre progres y maricomplejines de toda índole para permitir el verdadero holocausto que se está produciendo en los modernos mataderos humanos?
Evidentemente, la Ética es una rama de la Filosofía que complica la vida a los humanos, los únicos seres naturales que se plantean que nuestra libertad tiene límites: que hay cosas que se pueden hacer, porque son buenas o indiferentes, y cosas que no se pueden hacer, porque están mal. Están mal porque hacen daño, mucho daño, a otros, aunque sean pequeñitos. Es verdad que abortar puede aliviar la vida de la gestante y ahorrarle algunos “problemas”. Pero quitarle la vida a sabiendas a otro individuo es un crimen por muchos problemas que se quieran aducir, con la agravante de que el interfecto es del todo inocente, no se puede defender y es de tu propia sangre.
Una sociedad que es capaz de presentar como un glorioso avance una práctica tan contraria a la Ética y a nuestras intuiciones más evidentes ha alcanzado ya unos niveles de degradación moral muy considerables, no sé si irreversibles. Porque la razón que subyace en el fondo para tanta sinrazón es la que insinuamos al principio: el supuesto derecho al aborto sería el correlato ultrafeminista al viejo patriarcado, en el que de nuevo se consagra una injusta jerarquía social, ahora invertida. En este caso, el ser privilegiado sería la mujer supuestamente empoderada, ferozmente individualista, de costumbres sexuales disolutas (igual que la del varón, eso es cierto: pero no en vano se presenta al aborto en el marco de los “derechos sexuales” femeninos), liberada de vínculos familiares y de todo escrúpulo moral, endiosada hasta el límite de poder decidir quién vive y quién muere.
Todo ello a cargo del contribuyente, lo que puede parecer una consideración mezquina ante tanta aberración. Pero no se trata de algo menor en esta perversión de los papeles, ya que presenta esta cruel y exorbitante prerrogativa como si fuera una prestación social en beneficio de los sectores más desfavorecidos.
¡Cuánto va a costar revertir toda esta miseria!