Tras el navideño arranque pobretón (pero honrado) de Olentzero, autónomo de pro, y de Papanoel, fiel asalariado de la cocacola, comienzan los días de la auténtica magia: el reinado de Sus Majestades los Reyes de Oriente. Podéis elegir niños, pero hacedlo con cuidado: Olentzero, Papanoel, Melchor, Gaspar o Baltasar. Elegid uno de los cinco, ¡no seais acaparadores!
Yo, -que no soy ni republicano ni liberal como Santiago Cervera sino más bien monárquico y tradicional-, hace muchos años que hice mi elección, o mejor dicho, mi pacto foral, con el rey Gaspar. Y lo recomiendo porque me sirve a las mil maravillas.
Al fin y al cabo las cosas que mejor funcionan en esta vida suelen ser las que conservan siquiera algunos rasgos y elementos de la monarquía ideal de los cuentos. Los políticos electos, por ejemplo, cuando quieren ser buenos y eficaces, se rodean de un séquito, y hasta de bufones; se distancian un poco de la gente utilizando carrozas propias de su rango; juran respetar las leyes y privilegios; dejan preparada la sucesión antes de abdicar de sus funciones regentes; reparten regalos y dádivas, visitan e inauguran, fundan y otorgan, decretan y sentencian. En el fondo no es tan diferente nuestro nuevo reyno turístico de Navarra de aquel viejo reino que fue. El hecho de que la magistratura real ya no sea hereditaria ni siquiera vitalicia es un detalle menor que se compensa con el incremento del poder del poderoso. Ya le hubiera gustado a Carlos III el Noble salir tantas veces y tan sonriente en el Diario de Navarra. Pero no, en aquella época la vida útil de los reyes apenas duraba un par de legislaturas de las de ahora. Y lo que es más importante, tenían menos poder porque no podían saltarse a la torera, como hacen ahora, ni los avisos del Obispo de Pamplona, ni los de las Cortes.
La monarquía, en fin, ya sea mágica o real (real-real) es un tatuaje indeleble en esta tierra de reyes. Costará mucho borrar su impronta.