Fernando Savater escribe este domingo ¿Ciudadanos o santos? en defensa del Plan de Educación para la Paz arremetiendo contra los padres objetores a Educación para la Ciudadanía a quienes nos acusa de sostener «que la transmisión de los valores morales que atañen al civismo es competencia exclusiva de los padres». Llega, incluso, a aventurar que «quienes sostienen la competencia exclusiva de los padres en esta materia son quienes niegan con mayor vehemencia que las niñas puedan cubrirse con el ‘hiyab’ por obediencia a las creencias familiares o que niños de cinco o seis años puedan exhibirse con pegatinas a favor de los presos etarras que les han puesto en el babero sus papás». Pretende demostrar con esta supuesta contradicción la «irracionalidad» del planteamiento objetor.
A Savater le traiciona su vehemencia cuando caricaturiza al movimiento objetor. Y es que me extraña que tan fino moralista sea incapaz de distinguir el plano de las convicciones morales del plano de la actuación civil. Señor Savater: los padres objetores nunca hemos sostenido, como afirma usted, que seamos los únicos transmisores de los valores morales que atañen al civismo. Mantenemos, eso sí (y en este punto la Constitución nos ampara), que somos quienes determinan la orientación moral inicial de nuestros hijos y quienes escogemos los medios y personas que nos ayuden en tan grave deber. Y precisamente porque pedimos el respeto a determinar la formación moral de nuestros hijos, respetamos el protagonismo de todos los padres en la formación moral de sus hijos. Sean estos musulmanes, abertzales o agnósticos. Eso sí: no mezclemos el ‘hiyab’ con la apología del terrorismo, delito tipificado en el código penal.
El ámbito donde se puede y se debe trabajar desde el Estado para mejorar la convivencia, señor Savater, no es el moral, que es patrimonio de cada persona y debe estar libre del intervencionismo estatal, por muy bienintencionado que este sea (de momento, porque las elecciones posibilitan cambios de gobierno). Para mantener la paz y avanzar en la convivencia basta con establecer leyes justas que la promuevan y hacerlas cumplir sin titubeos ni cálculo político. Ya nos ocupamos los padres de enseñar, con la palabra y con el ejemplo, no sólo que matar o coaccionar es inmoral, sino que es deber de toda persona contribuir a la mejora social, al bien común y a una paz duradera.
Del mismo modo que el Estado no necesita imponer una formación moral determinada para evitar los robos, sino aplicar a los ladrones el código penal, no es competencia estatal «educar a muchos niños contra los valores de sus padres» para garantizar la paz. Es verdad que en el País Vasco «cierta violencia política -el terrorismo- ha encontrado justificadores entre los adultos encargados de formar a los jóvenes». Pero no es menos cierto que hace unas décadas hemos acordado dejar de encarcelar a la gente por lo que piensa y limitarnos a detenerla cuando conculca mediante hechos probados las leyes establecidas. ¿Quién es el Estado para entrar a juzgar las conciencias? Juzgue los hechos y castigue los delitos, que para eso nos hemos dotado de un Estado de Derecho.
No es Savater el primer intelectual que acaba abocado al platonismo educativo y pretende erradicar el mal social estableciendo una moral pública de Estado que sustituya a las concepciones morales civiles, sostenidas por familias y religiones. El problema no es sólo que dicho planteamiento cercena la libertad individual en su dimensión más intima: la de las creencias y valores. El problema de los planteamientos pedagogistas es que parecen desconocer, a estas alturas de la historia, que las personas no siempre actuamos de acuerdo a lo que creemos recto o justo: a menudo nos dejamos llevar por las pasiones, la comodidad, la ley del mínimo esfuerzo o cualquier otra circunstancia presente en la compleja naturaleza humana. Limítese el Estado a velar por la justicia y deje a la sociedad civil escoger y desarrollar sus principios morales. Que el mal pensado no hace daño y siempre está a tiempo de reconducirse por medio del debate y como consecuencia del desarrollo de la sociedad. Y es que una convivencia sin libertad no merece llevar ese nombre. Ya lo hemos experimentado en los campos de concentración. No volvamos a repetir los errores.