Balance de ocho años

 

            José Luis Rodríguez Zapatero era un político sin voz ni fama, que salió candidato por un churro; es decir, por suerte, y por el churro en que se quedó el PSOE tras González. Como opositor fue un voceras de topicazos sin la labia vacua del andaluz, pero la LOGSE ya había dado sus frutos, y la labia ya no era de buen tono. Le bastó decir palabras rotundas cambiando los acentos. Mientras firmaba el pacto por las libertades apuntaba con la ceja a la ETA. Tras un 11 de marzo aún por desvelar, en el que participaron personajes que se codeaban con la banda terrorista, ZP sacó a Rubalcaba al ruedo ibérico en un día de luto y de silencio, con el PP en la arena de paisano y sin capote. Ese fue el glorioso comienzo de Zapatero.

            El balance de todo ello es que la ETA recupera fuerza y dinero. Los hijos del PNV y del socialismo son, como no cabía esperar otra cosa, “Bildu”, que no han leído Animal farm, y creen que la ETA no agarra ya pistolas, sino mangos de sartén. Este es el precio que se tiene que pagar por la euskaldinización de los institutos, esa repugnante “normalidad” que se intenta aparentar en el País Vasco y Navarra y, en fin, todo el buen rollito progre que no cree en España.

            Pero no conviene cargar las tintas demasiado sobre Zapatero; se le veía venir de lejos. Zapatero es el resultado de esta sociedad. Dijo lo que algunos quisieron escuchar y lo que ha hecho sólo ha importado a una mayoría cuando ha tocado los bolsillos. Zapatero es producto de un país que asocia la unidad de España con crispación, que es justo lo contrario a la semana del pincho. Una de las dos grandes aficiones nuestras, junto a la de ser funcionarios.

            El PP, con Rajoy a la cabeza, se dedica a quitarse del medio a sus valores: Alejo Vidal Cuadras, María San Gil, Manuel Pizarro o Álvarez Cascos, que, perdonen la vulgaridad, les ha propinado un corte de mangas como no se veía hace tiempo. Los desplazados tienen una imagen demasiado humana para estos tiempos de sucedáneos. El PP sigue pareciendo un partido de mayoría pija –lo dice un militante-; todos tenemos derecho a serlo, pero los pijos fecuentemente parece que actúan y eso resta credibilidad. Y Esperanza, una pera en dulce deseada por los militantes de este valle de lágrimas, es la fruta prohibida. De Rajoy, en fin, no nos queda más que esperar un conejo de la chistera.  

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