En la elección de un libro o una película a menudo utilizamos la información de aquellos que son de nuestra confianza, cuyos gustos comparten una suerte de empatía con los nuestros. Al olor de esta intuición me he guiado para decidir si engroso las arcas Avatar o me ahorro los casi diez euros que cuesta ver una película en tres dimensiones.
El conocido relato del cuento de Navidad de Dickens, obra maestra a mi entender, me atrajo en su última versión para gafas bicolores. Aparte del dolor de cabeza que a algunos produce este efecto, la narración, si bien presentaba imágenes bellísimas, adolecía de un defecto que arrastran casi todas las películas de animación desde hace ya unos cuantos años: un desajuste palmario entre forma y fondo.
La animación permite jugar con los colores y movimientos hasta límites insospechados, y dada este premisa, la explotación de estos recursos hasta la saciedad parece ser el reclamo comercial sin el cual una película no puede ejercer atracción sobre el público. Caídas desde alturas imposibles, velocidades en carreras y resbalones mareantes, golpes o, simplemente, gestos y movimientos sobrecargados hasta el hastío. Además de que las imágenes de ordenador se hacen no para el ojo humano real, sino conforme a un alarde de exactitud que les resta la naturalidad de aquellas maravillosas Blancanieves y cenicientas. La imagen de ordenador presenta una pátina de irrealidad, de plástico en movimiento que, potenciada en su irrealidad por el exceso antes descrito, cada día me atrae menos.
En esta ocasión, Avatar, me dicen, es más de lo mismo. Me lo creo. Lo formal pierde su sentido sin un contenido. ¿Es grave? Es, al menos, significativo.
Un comentario
Completamente de acuerdo. Nuestro arte decae, o se ensimisma o copia de la mano de avances técnicos, o copia sin más (como aquella otra Psicosis que rodaron hace poco, copiando plano a plano….¿qué sentido tiene?).