Todos aquellos que me conocen saben de mi amor por el aprendizaje de las lenguas foráneas; sin embargo no siempre fue así, es más, recuerdo la “tortura” en sentido figurado que significó para mi llegar a hablar con fluidez la lengua de Shakespeare, pasadas ya tres décadas desde esos tortuosos inicios lingüísticos, no puedo evitar el agradecer infinitamente el gran esfuerzo persuasivo de mis progenitores ante una hazaña que por aquel entonces se intuía como un auténtico desafío
Posteriormente han ido pasando los años con sus correspondientes lecciones vitales y esa inicial resistencia se fue convirtiendo en una afición así como un instrumento fundamental en mi desempeño profesional, circunstancias laborales que me llevaron hace un tiempo ya algo lejano a vivir a caballo entre Rusia y España, circunstancia que es el origen de la pequeña historia que me dispongo a contarles.
En una de las dinámicas noches moscovitas recuerdo como un muy buen amigo me comentaba que sus hijos con apenas 6 y 5 se defendían más que decentemente en mandarín, cuando constató mi estupor que no asombro, ya que ni él ni su mujer tenían orígenes del lejano oriente, me contó con sumo orgullo como él y Katia habían decidido que lo más conveniente para sus vástagos (Natalia e Igor) era poder pasar sus primeros meses en este mundo con una nana china, no es por tanto extraño percibir como tras unos cuantos años de oír repetidamente a la susodicha nana expresarse en un idioma tan difícil los niños en cuestión sin ningún esfuerzo especial ya desde la más tierna infancia cuenten con una ventaja comparativa esencial; lógicamente, cuando tengan edad de ir a la escuela se les matriculará en el Lycée Français Alexandre Dumas. Moraleja de la historieta: cualquier circunstancia es buena para aprender otras lenguas sin importar su dificultad