Animalario de San Jerónimo: La dueña y el capataz

En el animalario de San Jerónimo asistimos esta semana a la triste historia de la bella dueña y el capataz desleal.

Todos vimos el gesto de dolor grabado en la faz del capataz. Tanto era el dolor que su rostro había perdido la simetría que respecto del eje central del mismo tienen las caras humanas. En expresión corriente diríamos que este hombre estaba desencajado, pero realmente lo que estaba era descentrado. Y siendo el adalid de la más exaltada centralidad, su descentramiento causaba a los que le miraban el dolor que producen las efigies de Santa Lucía con los ojos en la mano, a los que ven, o la visión de una castración, a los que aún mantienen sus atributos masculinos. El capataz subía y bajaba los peldaños del animalario apretando los muslos, lo que hacía su andar dificultoso, no sabemos si porque como un colegial no se aguantaba las ganas de miccionar o porque echaba en falta algo.

La bella dueña estaba más bella que nunca, porque hay mujeres a las que la crueldad les sienta mejor que un lifting y muchos en el animalario, extasiados ante aquel rostro de virgen ninfómana, habrían estado dispuestos por una luna de miel a ser esposos de la liberal mantis religiosa. La dueña, heredera de la finca que incapacitaba el capataz, últimamente no la visitaba ni atendía. Ella era heredera. Ese era su título. Pertenecía a esa aristocracia de los terratenientes y aunque su linaje no fuera antiguo, lo parecía. Ella tenía el derecho a los frutos del cortijo porque era ella y no otro el que heredó y esa seguridad en su posesión se transmitía a toda su presencia.

Pero alguien, el capataz, pensó que la transmisión era a la presencia y no a la ausencia. Pensó que el cortijo era para el que lo trabaja, en una contradicción marxista impropia de un liberal. Y el distinguido empleado, que sabía derecho, mucho derecho, recordó el Derecho Romano, y el Civil, y todos los derechos en los que había consumido estudiando su juventud. Y recordó la figura del usucapión o prescripción adquisitiva y quiso ser propietario. ¿Qué más liberal que la propiedad, pensó? Y él, a fuer de liberal, merecía ser propietario y, a fuer de centinela, usucapir.

Así que ni corto ni perezoso, preparó el expediente de sus pretensiones con el testimonio de algunos de los trabajadores de la finca como testigos del derecho que le asistía. Pero en el registro, cuando iba a inscribir su título de propiedad, se encontró a la dueña. Ella alargó su mano diligentemente, tomó el legajo de papeles y los rompió. A continuación, miró al capataz y a los que le acompañaban y les dijo: “mañana, todos a trabajar. Tú, también, que tienes estudios porque no tienes tierras. No como yo”.

El capataz volvió al trabajo. Descentrado porque hay humillaciones peores que la derrota y entre ellas está que te perdonen la vida.

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