Alien Covenant: todos somos americanos

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El pasado 19 de mayo se estrenó, en España, la tan esperada nueva entrega de la saga cinematográfica de ciencia ficción Alien. Se trata de una secuela de Prometheus (2012) y la precuela de Alien (1979).

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Alien Covenant, dirigida por Ridley Scott, no habrá decepcionado a sus numerosos fans –excepciones la hay y muy críticas, pues se esperaba “más, mucho más”-, bastantes de los cuales peinan ya canas; a la vez que habrá incorporado legiones de nuevos adeptos de las generaciones más jóvenes, no en vano integra todos los ingredientes de las fórmulas de éxito del cine de Hollywood: un prestigio casi mítico, formidables efectos especiales, un argumento que engancha, personajes creíbles, paisajes naturales y artificiales asombrosos, unas escenas de acción trepidantes y bien resueltas. Y, con un ritmo gradual, el film introduce al espectador en la historia con naturalidad y sin fugas.

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Pero, además de tales ingredientes, ¿qué elementos culturales y filosóficos sostienen la trama?; no en vano existen y son fácilmente reconocibles.

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El primer y más potente mito estructurador de toda la filosofía del film, al igual que en el resto de la saga, es el de la frontera a descubrir y conquistar, avanzando indefinidamente; en esta ocasión, a nivel cósmico. Un mito inequívocamente norteamericano. En consecuencia, de modo análogo a los films del Far West, su protagonistas son personas desarraigadas, sin apenas pasado ni identidad; únicamente vinculados entre sí por un afecto humano –todos están emparejados, no faltando la inevitable pareja gay de barbudos que todo film debe pagar como peaje a la corrección política-, el contrato con la empresa de colonización y el afán de supervivencia. Auténticos pioneros al más puro estilo yanqui.

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Pero la imposición de tópicos de “género” también se percibe en la potencia de los papeles femeninos: una mujer vuelve a ser la máxima protagonista y, simbólicamente, el superordenador de la nave interestelar es invocado como “madre”; transposición estelar del mito de la “madre tierra” y su sapiencia ancestral de la que todo emanaría y al que dirigirse en busca de seguridad.

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El único símbolo religioso que figura en la película, curiosamente, es una estrella de David plateada que cuelga del cuello de la espectacular tripulante Rosenthal; lo que no le impedirá -para deleite del público musulmán- ser exterminada como la mayoría de sus compañeros a manos de tan “entrañables” criaturas mestizas (al menos al gusto de morbosos fanáticos de la saga).

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Continuando con los símbolos, observamos que el logo de la propia expedición es un disco solar alado, fácilmente reconocible y asimilable, un poquito simplificado, a las representaciones egipcios del dios Osiris; un guiño a tantas películas y sobre todo a la New Age y a las logias paramasónicas de rito egipcio y rosacrucianas.

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Formidable visualmente y desoladora moralmente, la tenebrosa ciudad del planeta al que, por puro azar arriban, es expuesta a modo de inmenso osario apocalípticos; si bien con unas ciertas resonancias atlantes conforme a su descripción en los Diálogos de Platón, estando organizada en torno a una plaza circular gigantesca, antaño centro vital y ceremonial de toda una civilización superhumana en la que se encontrarían algunas claves del pasado… y del futuro de la misma humanidad.

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Otras tendencias filosóficas posmodernas se explicitan también en las divagaciones que mantienen, en torno al origen de la creación y el sentido de la existencia, los dos entes biónicos semi-hermanos, igualmente llamados “David” por su común creador humano; la “creación” como único sentido posible de la vida, de reminiscencias nietzscheanas; la confusa expectativa de crear ambos una super-raza que supere toda forma de vida inteligente previa en el cosmos, en longevidad y capacidades, muy en línea de los corrientes transhumanas.

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Ante tamaño despliegue visual de tecnología hiperavanzada, que envuelve cada escena de la película, los escasos lugares comunes de consumo cultural son por completo yanquis: el sombrero de cowboy del conductor Tennessee; la sinfonía country de Jhon Denver, cuyo embrujo les aparta del planeta de destino –Origae 6- para recalar en este otro de perdición y paradojas histórico-temporales; el deseo –compartido por la pareja de la protagonista- de construcción de una cabaña de madera junto a un lago, como concreción de ese un nuevo inicio o nostalgia de un idílico santuario, que tantos cientos de veces, o miles, se invoca en el cine y en las ahora -más exitosas que nunca- series televisivas yanquis. Americano, todo muy americano… del norte, claro.

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El propio nombre de la expedición, Covenant, en una de sus posibles traducciones como “alianza”, no es casual, por su evidente remisión al Antiguo Testamento; tan presente como hipócritamente enarbolado por aventureros de toda calaña en la gesta depredadora del oeste norteamericano de la segunda parte del siglo XIX. De este modo, esta expedición trasladaría a un nuevo y cósmico “pueblo de la alianza”. Otro elemento simbólico más, evocador del eterno pueblo errante, ahora entre las estrellas y los confines del Universo.

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En definitiva, un espectáculo prodigioso cargado con fugaces destellos de las filosofías de la globalización, los tópicos del mundialismo de corte anglosajón y los tics de lo políticamente correcto; lo que no es impedimento para el disfrute y el deleite de un producto visual muy potente que no elude cierto nivel de reflexión e interpelación existencial. No en vano, todos, salvo acaso en Corea del Norte, todos somos, querámoslo o no, americanos, demasiado americanos.

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