Este fin de semana pasado, en el Teatro Gayarre se pudo ver la comedia Angelina o el honor de un brigadier de Enrique Jardiel Poncela, escritor humorista de la primera mitad del siglo XX que, a ojo de buen cubero, parece estar superando el desierto del tiempo que pocos autores resisten. A mí me parece que Jardiel era un tío que tenía mucha gracia, y que la sigue teniendo, y para justificarlo no hay necesidad de hacer floreos sobre el humor absurdo, el compromiso social ni gaitas.
-Ya está usted. ¿Es que alguien ha dicho algo?
-No lo sé, pero por si acaso.
Un teatro como el suyo está dando una lección entre estos aires de coñazo que nos abruman desde hace demasiados años. De esta representación extraje tres conclusiones.
Primera: Angelina está escrita en verso, con una más que notable riqueza de vocabulario. Muchos de sus vocablos tienen un ámbito hoy ya literario; en la representación es como si se inflaran de vida y fueran familiares para el respetable. El público puede entender mucho más de lo que la televisión impone…
Segunda: La comedia discurrió bien gracias a algunos actores, cuya vis cómica y clarísima dicción rebasaron las limitaciones que imponía un ritmo excesivamente trepidante, más una serie de elementos escénicos fruto de la dirección (no del guión) que no sólo no añadían nada, sino que molestaban. Hubo chistes que se perdieron en aras de la velocidad o la extravagancia, lo cual siempre es una pena, y el reparto era desigual. Es decir, en el teatro es imprescindible buenos actores y directores que no incordien con extravagancias.
Tercera: el teatro tiene dos caretas, risa y llanto, y la de la risa o está infravalorada o reducida a la vulgaridad en demasiadas ocasiones. Frente a una programación otoñal de la que aquí ya hablamos en su momento, Jardiel nos enseñó la máscara de la comedia. Llegó la reconciliación: todavía no se me han quitado las ganas de ir al teatro. Por fin.