Una interpretación del Movimiento Comunero

Se cumple el quinto centenario de la Batalla de Villalar (23 de abril de 1521), sin embargo la profanación de la historia de los hechos acaecidos ha desdibujado, de manera intencionada, la Guerra de las Comunidades (1520-1522) librada en el Reino de Castilla. Demasiado romanticismo promovido por la decimonónica corriente historicista, excesiva tergiversación ideológica desde posiciones ajenas a lo histórico y, lamentablemente, pocos hispanistas españoles dedicados al estudio serio, riguroso y científico, dejan mucha tarea que hacer. A día de hoy –si se me permite la expresión- la biblia de referencia para acceder al conocimiento de este fenómeno sigue siendo la obra de Joseph Pérez (1931-2020), su tesis doctoral titulada: “La revolución de las Comunidades de Castilla (1520-1521)”.

Muchas han sido la publicaciones, desde luego, numerosos los artículos y, más aún, la novela histórica sobre muchos de sus protagonistas. Por supuesto que hay buena investigación, pero ésta es escasa. Ya lo advertía el insigne profesor de la Universidad de Burdeos e hispanista francés, tristemente fallecido (8 de octubre de 2020). Una pérdida enorme por la excelencia y seriedad de su trabajo sobre el s. XVI español, lo que le hizo acreedor de numerosos reconocimientos y merecidas distinciones, entre las que destaca el Premio Príncipe de Asturias de Ciencias Sociales (2014) y homenajeado, en Burgos-Valladolid-Medina del Campo, en el Congreso Internacional sobre la Guerra de las Comunidades, entre los días 18 y 22 del presente mes de mayo, bajo el título “Tiempo de Libertad”.

José Antonio Maravall Casesnoves (1991-1986), excelente historiador español y autor de numerosos libros, en 1963 publicó una interesantísima obra titulada: “Las Comunidades de Castilla. Una primera revolución moderna”. En ella afirmaba que el levantamiento comunero había representado, para el conjunto de países de Europa, la primera revolución de la época moderna (s. XVI-XVIII). Anterior a la revolución francesa por tanto, lo cual le convierte en un fenómeno de singular trascendencia. Frente a esta postura, el distinguido medievalista Julio Valdeón Baruque (1936-2009), quizá el mayor experto del periodo bajomedieval de la Corona de Castilla, reivindicaría la revuelta de la Comunidad como el último levantamiento antiseñorial de la Edad Media, en España y en Europa. Mantiene esta hipótesis en diversas obras como por ejemplo: “Conflictos sociales en el Reino de Castilla en los s. XIV-XV”. Sus prolífica labor de estudio e investigación y su influencia en destacados medievalistas, le hizo merecedor del Premio Castilla y León de las Ciencias Sociales y las Humanidades. (2002). Mi opinión personal es que los dos tienen razón en sus planteamientos puesto que la división de la historia en épocas es algo artificial, establecida para poder estudiar mejor cada etapa del devenir de los tiempos. Las fechas exactas son difusas y diversas según la nación o civilización de la que estemos hablando. Como en cualquier ciencia, no hay nada definitivo más allá de los hechos probados y demostrados. Todo está abierto a la revisión, el descubrimiento de nuevos datos, nuevas fuentes documentales y nuevos restos materiales.

Fuese la primera, o por el contario, la última de las revueltas según qué periodo estudiemos, se trató –ésta es mi particular interpretación personal- de un levantamiento que tuvo su inicio en las ciudad pero que se desarrolló y resolvió en el medio rural. No obstante, para ser más preciso y por ser respetuoso con la cronología de los hechos acaecidos, Toledo sería el alfa y el omega de la guerra. Es decir, en Toledo se inició la sedición y allí concluyó. En la ciudad imperial, María López de Mendoza y Pacheco (1496-1531), viuda de Juan de Padilla (1490-1521), resistiría hasta el cuatro de febrero de 1522, casi diez meses después de la derrota de Villalar. Conocida como “la leona de Castilla”, con dignidad, arrojo, valentía y lealtad a su esposo ajusticiado, su fidelidad con la causa comunera la llevó, ya viuda, a enfrentarse con el todopoderoso proclamado emperador, Carlos V. Durante su exilio en tierras portuguesas –débil y enferma, como siempre-, no cejó en reivindicar la memoria de Padilla. Una mujer sencillamente excepcional. Casi diez años de exilio, condenada a muerte en 1524, exceptuada del Perdón General (1 de noviembre de 1522), moriría en Oporto, a la edad de treinta y cuatro años. Una mujer excepcional, miembro de una familia de noble y altísimo linaje, la Casa de los Mendoza.

Las causas de la rebelión hay que encontrarlas en los despropósitos y poco tacto político de Carlos de Gante. Antes incluso de su llegada a España, cuando desde Gante envía una carta a su madre en la que la informa de su decisión unilateral de titularse como rey (21 de marzo de 1516). Posteriormente, conseguiría el reconocimiento del papa León X (Giovanni di Lorenzo de Medici), mediante la bula “Pacíficus et Aeternus”. Cuando desembarcó en el puerto asturiano de Tazones (19 de septiembre de 1517), acompañado de una inmensa flota, venía acompañado de una corte de extranjeros –también españoles-, dispuestos a medrar a costa de los reinos de Castilla y de Aragón. En Castilla no se le quería por poderosas razones: no conocía el idioma –solo hablaba flamenco y alemán-, desconocía las costumbres y las leyes de su reino, su corte borgoñona nada tenía que ver, ni en fondo ni en forma, con el ser de los castellanos, tampoco conocía España y, por si fuera poco, tenía un hermano, Fernando de Habsburgo (1503-1564), que gozaba de las simpatías del pueblo y de su ya fallecido abuelo, Fernando II de Aragón (1479-1516), que había nacido en Alcalá de Henares y era castellano en su forma de ser. El denominado “bando fernandino” debía ser neutralizado. Por otra parte, en Tordesillas, residía recluída Juana I de Castilla (1479-1555), su madre, a la que no veía desde 1506 y que era aceptada, sin fisuras, como la legítima reina de Castilla. Para entonces ya había fallecido su abuelo que, con su testamento (Madrigalejo. 22 de enero de 1516), dejaba muy claro quién sería quién tras su muerte. El recelo, el rechazo y el sermón desde los púlpitos le daban una fría bienvenida.

El escenario en el que se desarrollaría su primer viaje a España (19 de septiembre de 1517 al 20 de mayo de 1521), no ofrecía motivos para un esperanzador porvenir. Tampoco sus aspiraciones a la corona imperial del Sacro Imperio Romano Germánico, su primera y principal preocupación, contribuyeron a la tranquilidad. Su candidatura promovida por su abuelo paterno, Maximiliano I de Habsburgo (1459-1519), necesitaba de cuantiosas sumas de dinero para sobornar a los siete príncipes electores alemanes, nada más y nada menos que ochocientos mil florines. Su sueño de imperio se encontraba lejos de tierras castellanas y aragonesas. Pero, si les parece, de esto les seguiré hablando en mi próximo artículo.

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