El estudio de la bondad o maldad natural del ser humano y la influencia de la sociedad en su comportamiento ha sido, desde tiempos inmemoriales, uno de los principales temas de estudio de la antropología. Una miríada de filósofos ha debatido si el retorno al “estado de naturaleza” era deseable; alcanzando opiniones tan dispares como las que detentan Hobbes y Rousseau.
Así, para el primero, el hombre libre, pervertido desde su concepción evidenciará una tendencia natural a la guerra y la malicia, pues siendo la vida una pertinaz competencia entre los homínidos, la ruta más fácil para escalar posiciones dentro de la jerarquía social será deshacerse violentamente de los competidores. De este modo, toda teoría de corte anarquista quedará invalidada, pues desembocará, siempre y en todo momento, en la autodestrucción, imposibilitando la coexistencia pacífica. Acto seguido, Hobbes hará un llamamiento a la constitución de un monstruo coercitivo, cuyo poder, temido por todos, será capaz de frenar las pulsiones bélicas inherentes en el carácter humano.
En cuanto concierne a Rousseau, el retorno al “estado de naturaleza” será encomiable, así, entronificará la feliz ignorancia en la que se sumerge el salvaje, cuya inocencia lo conducirá a perseguir el bien colectivo o tribal. Contrapuesto a este comportamiento se encuentra el hombre moderno, que antepondrá el bien particular al común. Rousseau culpará de este egoísmo a la sociedad, que pervierte la naturaleza humana a través de la institución de la propiedad privada. Para solucionarlo, Rousseau propondrá la creación de un Estado que encarne la voluntad general, de tal manera que el bienestar comunitario vuelva a priorizarse sobre el interés individual.
Queda, por tanto, evidenciado, que no habrá mayor enemigo de la civilización para estos dos filósofos que el anarquismo de propiedad privada, el huno por la ausencia de poder estatal, y el hotro por la existencia de la propiedad privada. Rebatiendo en primer lugar al ginebrino, es menester señalar, en primer lugar, el papel de la propiedad privada en el proceso civilizatorio y, en segundo lugar, la imposibilidad de la anarquía sin ella.
Remontándonos a la prehistoria, es evidente que la propiedad individual todavía no se había desarrollado, por lo que las tribus se organizaban en lo que Marx llamaría el “comunismo primitivo”: todo era de todos, siempre y cuando pertenecieses a la tribu. Por lo tanto, no es verdad que no existiese la propiedad, ya que cada grupo concebía su aldea, nómada o sedentaria, como suya, y la defendía de los agresores, es decir, existía la propiedad privada colectiva. No obstante, a medida que se fue desarrollando la institución de la propiedad privada individual, la solidaridad tribal fue sustituida por la familiar, por lo que el bien colectivo quedó desplazado por el bienestar de su linaje. Con la propiedad privada nacieron los intercambios voluntarios, desarrollándose el comercio, y cimentando la división del trabajo. Con la división del trabajo, la población comenzó a especializarse en lo que mejor sabía hacer, aumentando su productividad, y por tanto, su producción e incrementándose el umbral de vida de toda la población.
Delimitado el papel que ejerció la propiedad en el proceso civilizatorio del ser humano, será necesario refutar la posibilidad del anarquismo colectivista. Para comenzar, definiremos el anarquismo de forma sencilla como todo sistema político carente de Estado (monopolio de la violencia legal en un territorio). Sin embargo, para organizar la sociedad de forma colectiva, y sin propiedad privada (como defienden los anarquistas de esta corte), hará falta un organismo que imponga, mediante mandatos, el uso que debe darse a los recursos. Será el órgano colegiado, presumiblemente mediante sindicatos u otras organizaciones democráticas, el que ejerza, por tanto, el monopolio de la violencia, puesto que la libertad individual quedará al albur de la mayoría. Sin propiedad no puede haber libertad, ya que los medios necesarios para alcanzar ciertos fines no podrán ser empleados sin la autorización de la mayoría, que ejercerá la dominación sobre el individuo. Dicho esto, la anarquía colectivista necesitará un ente que actuará como un Estado para organizarse, y por tanto, no será verdaderamente anárquica.
Por otro lado, será menester señalar la posibilidad de un anarquismo pacífico, que no desemboque, como señala Hobbes, en la guerra total. Para ello, primero habrá que señalar que el hombre no es ni bueno ni malo por naturaleza, sino que es el entorno institucional el que moldea su carácter. El ser humano persigue, de manera incansable, su propio interés individual y, por tanto, para permitir la coexistencia pacífica será necesario crear un sistema en el cual la paz le sea beneficiosa a cada uno de los actores, y para eso hace falta un sistema de incentivos correctamente alineado. Por ejemplo, el hombre primitivo, al vislumbrar la conveniencia de intercambiar bienes con sus enemigos, dejó de combatirlos: el comercio sustituyó a la guerra. La división del trabajo es provechosa para todos aquellos que participan de ella, puesto que ven acrecentar sus condiciones de vida; de este modo, el interés individual (su propio bienestar) estará alineado con lo que podríamos llamar “bien común” (el bienestar de los demás). Podrá argumentarse que a los seres humanos les beneficiaría más robar los productos que fabrican los demás, o matarlos y quedarse con ellos, pero la inseguridad jurídica que genera el robo perjudicará la productividad de los trabajadores, y su asesinato damnificará al ladrón, puesto que la división del trabajo es inseparable de la especialización y, por tanto, el antiguo productor será mucho más productivo de lo que el ladrón pueda ser.
Además, el mito de la imposibilidad del anarquismo se basa en la estrechez de miras de los críticos, pues todo aquello que funciona correctamente se organiza de manera anárquica. El ejemplo más visual es la familia, que además será el ejemplo que usará Hobbes para ilustrar la potestad de un padre hacia sus hijos: el padre será el Leviatán al cual el hijo debe rendir pleitesía, pues es quien le proporciona seguridad y alimento. Empero, la familia se organiza anárquicamente, pues no hay ningún Estado positivizando la ley tradicional que existe dentro del entorno familiar e indicando su función a cada miembro y, sin embargo, es un entorno de paz, seguridad y cooperación. Esto es así porque existen líneas de autoridad informales, que no tienen por qué surgir del Estado: los hijos obedecen a sus padres de manera natural, pues en la sociedad siempre surgen líderes informales, ¿o acaso el cura Merino fue encomendado a liderar las guerrillas españolas por el Rey? En definitiva, padres e hijos comparten el alimento e incluso la vivienda, y no hay ningún Estado que así lo ordene; eso es la anarquía.
En suma, el mejor sistema de incentivos que existe en la actualidad es el mercado: la satisfacción de las necesidades individuales está ligada a la satisfacción de las necesidades ajenas. Aquellos que ofrecen un servicio que la sociedad no demanda ni valora, no comerán; pero aquellos, como Bezos, que son capaces de colmar los deseos de sus clientes de una forma muy notable, serán ricos. De esta manera, el interés individual quedará perfectamente alineado con el bienestar común: si mis clientes son más ricos, yo cobraré más. El capitalismo es cooperación, de ahí que Hayek señalase que podemos ser “muchos y ricos, o pocos y pobres”. La división del trabajo y el comercio crean una interdependencia mutuamente beneficiosa, y es este sistema el único que permitirá ser libres, pacíficos y prósperos a la vez.