Populismo, oligarquía, y circulación de las élites

En mi experiencia dentro del mundo de la política y de la generación y difusión de ideas, existe, a mi parecer, una sola palabra que genera profunda división en cualquier tendencia y en cualquier espacio en el que se la discuta, incluso cuando estos grupos son homogéneos y mantienen la misma línea en su discurso.

El populismo parece ser el eterno antagonista de la política formal, demonizado por todos aquellos que buscan presentarse como candidatos, funcionarios y pensadores respetables. Y desde su perspectiva, tienen razón: el populismo, como concepto y como fenómeno, es su enemigo, ya que ellos pertenecen a las élites a las que cualquier populista formado debe enfrentarse.

Desde luego, definir al populismo no es algo sencillo, y ni siquiera los mejores filósofos políticos de nuestra era lo han conseguido de manera extensiva.

Suelen coincidir, sin embargo, en que se trata de una tendencia, no particularmente ideológica, pero si inclinada al nacionalismo que se caracteriza invariablemente por movimientos en los que prima la presencia de un líder, que promueve una retórica de representación personal del pueblo y de enfrentamiento a una oligarquía desconectada de él pero que sin embargo le saca provecho.

El populismo, por esa misma razón, suele rechazar la deliberación y los mecanismos democráticos más allá de las elecciones, al considerar que están corrompidos por las acciones de esa oligarquía a la que se enfrenta.

Con esa definición, cuando uno lee o escucha la palabra ‘populista’, sobre todo por el trabajo que ha hecho la prensa para difundir estos relacionamientos, piensa casi automáticamente en líderes como Donald Trump, Jair Bolsonaro, Viktor Orbán, casualmente todos ellos conservadores declarados, y en menor medida, en personajes como Rafael Correa o Evo Morales, quienes fueron presidentes de Ecuador y Bolivia durante la Ola Rosa de la izquierda hispanoamericana y que ahora se autodenominan progresistas.

Sin embargo, lo que me interesa de estos políticos no es su tendencia ideológica, sino su visión y su estilo de liderazgo, ya que el secreto del populismo está en ello.

El fenómeno populista no podría darse sin algunos elementos previos que son los que condicionan su llegada y su eventual éxito.

Yo, particularmente, los distingo en la presencia de una oligarquía marcadamente distinta de la poblacion general, que mantiene poder político formal e informalmente, así como también concentra la mayor parte de los recursos económicos y monopoliza el elemento humano de medios de comunicación y de la academia.

La oligarquía no suele ser un grupo cohesivo, y sus miembros suelen tener intereses disimilares que los enfrentan internamente, aunque la tendencia general de todos ellos suele orientarse hacia el mismo fin, que es la preservación de su poder y de su estatus.

Sus acciones, por esa misma razón, suelen generar un régimen político de dos niveles, que podrían considerarse historias paralelas, en las que operan formal y materialmente.

La historia formal suele enmarcarse en la dinámica ilustrada y liberal de libertad, democracia y progreso, mientras que la historia real, material, de su presencia suele deberse a estructuras jurídicas, económicas, y sociales en las que la oligarquía mantiene control para su beneficio.

Los cambios en la política formal y electoral, por esa misma razón, suelen responder no a su fórmula, que es la supuesta voluntad popular expresada en las urnas, sino a las necesidades de la clase gobernante, de modo que un giro a la derecha liberal suele representar una expansión de su capital financiero, y un giro a la izquierda correspondería con un apaciguamiento de las masas mediante una expansión del Estado de bienestar.

La otra constante en el comportamiento político de las élites, además de la preservación de su poder y recursos, suele estar en la promoción del relato individualista del progreso, con los respectivos derechos y conquistas sociales que conlleva, desde el feminismo y el movimiento LGBTI hasta el ecologismo y la teoría critica racial, pasando por las fronteras abiertas y el ‘stakeholder capitalism en lo que muchos neorreaccionarios han denominado de forma sencilla como ‘globohomo‘.

Cuando los fines de la oligarquía suelen alinearse con los de la población, los políticos suelen tener buena aceptación, la institucionalidad suele ser estable y firme, y las naciones consiguen prosperar, al menos económicamente, aunque su preservación y la de sus tradiciones suele ser su costo.

Pero cuando las élites y la población no se encuentran alineadas, se suelen desarrollar las condiciones para fenómenos revolucionarios, en los que las masas, generalmente guiadas no solo por un descontento sino directamente por una envidia de los privilegios secretos de la oligarquía, se enfrentan directamente a ellas para despojarlas y, eventualmente, deponerlas.

En esta realidad, la historia de la democracia, de los derechos humanos, y de la institucionalidad legal suele ser, razonablemente, dejada de lado, para dar paso a las dinámicas reales del poder, en las que lo que vale es su ejercicio y los beneficios que este representa.

Si antes mencioné que los principales populistas contemporáneos eran conservadores, esto no debería ser casualidad, ya que el conservadurismo, por su carácter empírico, tal y como lo observaron pensadores como Macchiavelli, Burke, Strauss o Voegelin, es sumamente realista, de modo que asume a la política en su práctica como una lucha por el poder, y en su finalidad como una lucha por la virtud.

Por ello, de la primera realidad política de la que deben darse cuenta tanto potenciales populistas como oligarcas actuales es que el poder, en el sistema liberal actual, se ejerce de acuerdo con el modelo descrito por Bertrand de Jouvenel, es decir, arriba y abajo contra el medio, es decir, la élite influyendo al lumpen para que esta actúe contra la clase media, la primera presionándola a través de leyes, tributos y política monetaria, y la segunda agrediéndola mediante crimen y delincuencia, que suele ser tolerada e incluso promovida en ocasiones por la propia oligarquía.

Al fin y al cabo, como ya percibiese Rothbard, hay identificación entre élites y delincuentes ya que ambos ejercen poder y despojan al ciudadano de lo suyo, de modo que sus fines se orientan a lo mismo.

Aquí también está el primer elemento aprovechable por cualquier movimiento populista: la división y el enfrentamiento.

Si la oligarquía y el lumpen agreden a la clase media, entonces estos grupos se pueden considerar directamente como enemigos de ella, y en esencia, del grueso de la población, a quien se la podría considerar como no solo un pueblo, sino EL pueblo, honrado y trabajador.

La desconexión entre ese grupo con sus antagonistas es fácilmente explotable al destacar sus diferencias, por una parte la delincuencia tiene impunidad, igual que la oligarquía, mientras que la ley es implacable para el pueblo, mientras que por la otra la élite alucina con ideas y propuestas que nada tienen que ver con la realidad diaria del pueblo, y que podrían incluso afectarles aún más en su ya compleja supervivencia.

La segunda realidad a considerar es que, lamentablemente, las élites son necesarias para guiar a cualquier grupo humano, ya que no toda persona, al contrario de lo que suele difundirse en el ideal igualitario, tiene capacidad o potencial directivo para guiar a otros, si en ocasiones ni siquiera puede guiarse a si misma.

Toda organización, toda sociedad, desde la más pequeña hasta la más grande, desde la básica y simple hasta la compleja y sofisticada en sus estructuras, tiene líderes que componen su clase gobernante.

En nuestra sociedad actual, estos líderes no son sólo políticos, sino también empresarios, académicos, comunicadores, altos funcionarios, y toda clase de profesionales con espacio en las estructuras por las que fluye el poder desde sus fuentes hacia el pueblo.

Todas estas personas buscan preservar y ampliar el control del flujo de poder que disponen, de modo que pueden cooperar o competir entre si para lograrlo.

Por inercia, toda la élite se orienta a lo mismo, al tener el mismo fin, pero eventualmente habrán quienes compitan por poder y terminen renegando del sistema, al no haber podido aprovecharse de su estructura en ese momento.

Los populistas suelen pertenecer a este grupo, al que Donoso Cortés llamó élites renegadas o nobles resentidos, y suelen ser los primeros que busquen el favor de la masa popular para ejercer presión contra el grupo al que anteriormente pertenecían.

Estos suele ser una enorme ventaja, ya que permite que las clases medias insatisfechas adquieran líderes que puedan guiarlas y orientarlas en su conquista del poder.

Ejemplos de esto están en la propia figura de Donald Trump, que de millonario querido y bien conectado a la oligarquía estadounidense pasó a ser su principal opositor, o en miembros de la realeza francesa, como la Casa de Orléans, que durante la Revolución se aliaron con el pueblo para deponer a sus parientes, buscando remplazarlos, terminando algunos de ellos, como Felipe Igualdad, decapitados igualmente.

El principio de caudillo, así como la teoría del partisano, ambos conceptos delineados por el jurista alemán Carl Schmitt, suelen ser de utilidad en este punto, ya que concilian condiciones complejas, siendo la primera la necesidad de dirección, que se concentra en la figura del caudillo como líder del movimiento, un hombre de acción dispuesto a tomar las medidas necesarias para la consecución de sus objetivos, y la segunda la necesidad de lealtad, que hace que sus seguidores le sean fieles y sigan sus disposiciones de forma ordenada, demostrando disciplina y capacidad de movilización y actuación, desde las demostraciones hasta las votaciones mismas.

La tercera realidad deriva de esto, y se resume en que el populismo, y la revolución, o reacción, dependiendo de la tendencia del populista, desde luego, busca deponer a una élite por otra, y para ello usa a la clase inmediatamente inferior como forma de presión.

El primero en darse cuenta de ello fue el ya mencionado Donoso Cortés, en su estudio profundo de las revoluciones, indicando que toda revolución constituye un proceso por el cual la élite en la que el soberano se sostiene decide deponerla usando a una clase media que le es subordinada, repitiéndose este proceso hasta que escaseen las élites de remplazo.

Los ejemplos en el que Donoso Cortés se apoya son, ciertamente, las Revoluciones Francesas de 1789, de 1830 y de 1848, indicando que en la primera la nobleza depuso a la corona usando a la burgesía, para que después sea la burgesía quien deponga a la nobleza usando al proletariado, y finalmente sea el proletariado quien deponga a la burgesía usando al campesinado.

Curiosamente, en cada momento también se puede notar la presencia de un líder que encarna al espíritu de su tiempo en representación de su pueblo revelado: primero tenemos a Napoleón I, el pequeño noble corso que por carisma y talento ascendió a coronarse Emperador, para después tener a Luis Felipe de Orléans, más burgués que noble, que simbólicamente lideró la revuelta burguesa de 1830, y finalmente tenemos a Luis Napoleón Bonaparte, sobrino del primero, que aprovecho la fama de su pariente y su popularidad histórica entre obreros y campesinos para presentarse como socialista y volverse el primer presidente electo democráticamente en Francia.

El populismo, como uno ya puede irse dando cuenta, es un fenómeno vectorial, que usa la ideología con la que el pueblo, la clase media en determinado momento, se sienta identificada para marcar la conceptualización de amigos y enemigos, y así distinguir a la élite a deponer.

Esa vectorialidad es sumamente interesante porque significa que es una estrategia adaptable a las circunstancias y a los fines que tenga la élite renegada que decida asumirla.

Orientada a fines nobles, el populismo puede ser una herramienta para el restablecimiento del orden natural y de la tradición cristiana en la política y la sociedad, como ha estado demostrando el primer ministro húngaro Viktor Orbán, enfrentándose abiertamente a las imposiciones de la Unión Europea, especialmente en cuestiones contrarias a la institución de familia tradicional y al propio espíritu cristiano del pueblo magiar, como la legalización del aborto y el matrimonio homosexual, y más bien desarrollando políticas internas de liberalización y Estado de bienestar focalizado para promover aumentos en la tasa de matrimonios y de natalidad.

El populismo, sin embargo, también es un arma de doble filo, tal y como ha demostrado la izquierda dispersa en sus múltiples manifestaciones en Hispanoamérica sobre todo, en la que han promovido una división incluso mayor entre la población, usando abiertamente al lumpen como actores de primera línea y causado estragos contra la clase media, recordando más un ejercicio del poder según el esquema jouveneliano de arriba y abajo contra el medio más que un modelo revolucionario según Donoso Cortés de élites renegadas y clases medias buscando deponer al soberano.

Esto, de todas formas, no debe ser una afrenta para las derechas, ya que si algo ha demostrado el populismo en el último tiempo es que eficiencia.

La condiciones en las que nos encontramos actualmente son propicias para estallidos populistas en todo Occidente, y muy probablemente en la Hispanósfera, y orientados de manera adecuadas, por élites renegadas que busquen el restablecimiento de fe pública, de moral social, de verdadera unidad en diversidad, con libertad económica para todos y no solo para corporaciones, con políticas pensadas para el bienestar de familias y la representación real de municipios y gremios, una alternativa populista podría ser directamente aplicable.

El problema de liderazgos sería, de misma forma, fácilmente resuelto, reconociendo a potenciales directores y guías de estos movimientos en empresarios rebeldes, come Elon Musk, figuras notables de la prensa, como Tucker Carlson (quien nos recuerda al veterano populista paleoconservador Pat Buchanan) o en la cantidad cada vez mayor de académicos en desafío abierto contra la cultura de la cancelación que prima en las universidades.

Todos ellos, así como otros profesionales notables y sensatos, conscientes de su misión reaccionaria y contrarrevolucionaria permitirían una sana circulación de las élites en el establecimiento de un nuevo orden político, que restituya el orden natural frente a la amenaza de un globalismo que resulta cada vez menos aparente y que ha logrado contaminar a todos los sectores de la sociedad.

Si esto es una alternativa, porque lo es, debe ser considerada de forma imperativa lo más pronto posible, aunque de forma cautelosa, ya que así como nosotros hemos podido identificarla, es probable que nuestros opositores también lo hayan hecho, proyectándose una colisión de populismos de tendencias diversas.

De misma forma, es necesario recordad que el populismo no sirve para gobernar, sino simplemente para acceder al poder, y que exagerar en su uso una vez gobernando puede resultar contraproducente, por lo que otra propiedad inmediata debe ser la construcción de una institucionalidad respetuosa con la dignidad natural del ser humano, en libertad ordenada, y en la que la descentralización del poder permita su ejercicio eficiente mientras que la centralización de la autoridad guíe moralmente su aplicación.

La alternativa política no ha sido relegada, sino que sus circunstancias han cambiado. La derecha debe adecuarse al siglo populista y formar correctamente a sus élites y su militancia para tener la eficiencia que tanto va a necesitar en un futuro próximo.

Sólo una élite arraigada a su fe, su familia y su patria, pero libre en su actuar y en su estrategia, podrá recuperar y ejercer poder para el bien común y ser reconocida como autoridad en una sociedad alineada con el orden natural.

Tal vez nosotros y nuestros hermanos seremos esa élite. El futuro lo dirá.

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