Muy bien uno sabe que los tiempos se imponen para la generalidad. Como la actualidad lo marca, pueden existir muchos conceptos de vida, incluso como filosofías existan por ahí o las que aparezcan como novedad, como si se tratare de una renovación de un producto popular que, en esencia, no deja de ser lo mismo. En las ideas puede pasar lo mismo. El mal germen suele ser siempre idéntico, aunque se enmascare de novedad. Quizás, el único cambio sea que tales ideas evolucionan para peor, es decir, avanza en su perversidad sin piedad alguna. Y le quitan, sobre todo, nobleza a la vida.
Así pues, el hombre en estos tiempos tan oxidados se desconectó de su propia vida. Tal vez, el presente sea como un duro azote invernal, donde no queda más que buscar refugio en el interior de nuestros corazones y encender un fuego que caliente nuestro alrededor, más que intentar cambiar el mundo entero. Posiblemente, si muchos fueran consciente de ello, ya estaríamos hablando de un mundo mejor. Sin embargo, para que esto último sea posible hay que tener simplemente otro concepto de la vida. No hace falta gran erudición o estudiar a todos los autores “modernos” para refutarlos o tener una gran oratoria y convocatoria. Hay que enseñar solamente las verdades esenciales, para que una vez descubiertas, nos iluminen la vida para ser luz en medio de la oscuridad.
En los tiempos actuales donde hallamos gran culto al “pesimismo”, propio de un hombre marcado por la desesperación que no encuentra arraigo ni sabe dónde poner los pies. Al menos, no debería haber profesión de este germen negativo. Sino todo lo contrario. Aunque sintamos un pesimismo latente en nuestra alma, deberíamos tener siempre capacidad de lucha. Y si a veces perdemos la batalla interna no debería por nada del mundo salir a flote. Esto, posiblemente, fue un rasgo importante en los santos. En este sentido, la esperanza no es algo contrario al pesimismo o su ausencia como si fueran términos absolutos: el que tiene esperanza no tiene pesimismo, el que tiene pesimismo no tiene esperanza. Sino, más bien, que aun existiendo el pesimismo, se debe hacer hincapié que la esperanza debe ser siempre más fuerte. Es, justamente, intentar convencer al corazón de que esto es posible, y se puede vivir acorde a ello.
En la actualidad una forma de “pesimismo” (o desesperación según el filósofo S. Kierkegaard) es el esteticismo, que se cubre de felicidad a través de una imagen netamente externa y nula de sí mismo, ya que es un aburrido cuento de fantasías sin magia ni imaginación. Correrse de los límites es tan soporífero (que mueve o inclina al sueño) y nada más. Es tan limitado de espíritu quien busca fagocitarse en la vanidad egocéntrica del “yo”. Es, precisamente, el concepto de vida más aclamado y repetido sobre la faz de la tierra. Una sociedad frágil como un cristal y dura como una roca. Al contrario, quienes sostienen otro concepto de la vida se ven forzados a caminar por el desierto: «Siempre he amado al desierto. Uno puede sentarse sobre una duna de arena sin ver ni escuchar nada y, sin embargo, siempre hay algo que brilla en el silencio». Y el Principito respondió: “Lo que realmente embellece al desierto es el pozo que se oculta en algún sitio…” (Antoine de Saint-Exupery). De esta forma, los desiertos pulieron alguna vez a los mejores espíritus; y quienes superaron la dura prueba pasaron a la inmortalidad. Y nada tiene de extraño que el llamado del cielo este en silencio cuando abunda el ruido en el mundo. Lo anterior seria el contrapeso más ejemplar para que el universo siga viviendo y respirando.
El verdadero concepto de la vida debería ser aquel misterio eterno y trascendente que uno descubre en la simplicidad de la vida y en la cotidianeidad diaria. Cada día debemos volcarnos a ese precepto inmutable, eterno y bondadoso que, naturalmente, no podemos entender ni mucho menos explicar, quedando únicamente en la órbita de lo misterioso. Pero por ello sin dejar de existir. A pesar de nuestras miserias diarias y desconfiando de la humanidad abstracta o la fe humanista del hombre, deberíamos, quizás, volcarnos al modelo del único hombre que no poseyó miserias. Como sostiene el autor inglés de las paradojas, Él fue el único que pasó por “el humano horror del pesimismo” y, además, por el terror de la tentación sin caer un ápice. Nuestro modelo es concreto y no una bella teoría abstracta de lo que respecta ser un hombre actualmente que, sin lugar a dudas, confunde. Pero lo más importante es que nos lleva a otro modelo de vida. Un modelo de interioridad y silencio, a pesar de que el mundo gire a nuestro alrededor, encontramos una pequeña flama estable en los arrabales del corazón. Un corazón que puede pasar por la horrible tentación de la duda y no dejarse vencer.
Pero lo anterior solo lo podemos debatir en el interior de cada uno y no a un nivel externo, pues, el ser humano lo debate todo y no se abandona a una respuesta que solo el silencio nos puede dar. Discutir es una constante o máxima social; sobre todo en el terreno político e ideológico, puesto que se exponen ideas y más ideas en un juego de nunca acabar. Esto, generalmente, lleva al enfrentamiento y a un hartazgo continuo en una dinámica que nos aleja de la vida misma. En consecuencia, las personas están todo el tiempo recibiendo estímulos, es decir, para confrontar y abocarse, justamente, a ideas que son de un ámbito ajeno a la propia existencia individual y concreta. Posiblemente la vida sean aquellos momentos únicos e irrepetibles: el amor, las amistades, la familia, un bello atardecer, emocionarse, caminar por la naturaleza y un sinfín de maravillosos aconteceres dignos de contemplación, pero no de debate. Nadie se pone a debatir una caminata por el bosque o una caricia amorosa, o sea como actividades esenciales de la vida: uno las realiza de forma natural. No las somete a discusión a raíz de su propio peso. Hay cosas, por ende, indiscutibles. Quizás hemos perdido la capacidad de maravillarnos de las cosas sencillas de la vida y retornar a lo anterior sea un remedio en un mundo de locos para tener otro concepto de la vida.