O Gratuidad o pelagianismo

En tiempos pre-pandémicos conocí a una actriz en su faceta de empresaria. Compartimos oficinas  en un centro de negocios donde los “autónomos sin fronteras” teníamos reuniones profesionales de vez en cuando. En una de esas comidas acabé hablando de la vida en el Espíritu con testimonio de encuentro personal con Cristo incluido. Y aunque inesperado para la variopinta audiencia (yo incluido), mi pedrada fue acogida en el grupo con gran respeto e interés, y más en concreto por mi artista amiga. Me contó que sentía una profunda espiritualidad y estaba en búsqueda de trascendencia, pero que, aunque educada en la Iglesia, estaba alejada de todo aquello que aprendió como fe de méritos, castigos, miedo a la condenación, al infierno. La fe y experiencia de la que le hablaba le llegaba al corazón, pero lo veía como dos estilos diferentes incluso contradictorios a lo que había conocido. A mi insistencia recuerdo que sonrió comprensiva mientras creí ver una mirada de “me encantaría creerte, pero no cuela”.  La situación me recordó a la adivinazas “tengo dos noticias, una buena y otra mala, ¿cuál quieres saber primero?” y sin saber por qué te cuentan solo la mala sin anunciarte que la buena es la que prevalece. Tuve la sensación de que algo así había estado pasando con mi amiga y con mucha gente.

  En aquel momento recién llegado a vida en el espíritu (no a la vida de Iglesia a la que siempre he pertenecido) estaba más centrado en la racionalidad argumentativa y ánimo de convencer desde mis fuerzas y se me quedó grabada una pregunta “¿salvarnos de qué?”. La respuesta clásica hubiera sido “del infierno” o  “del pecado”. Pero era obvio que en este caso no era una palabra inteligible y adecuada para una longitud de onda diferente.  Sin embargo, las reflexiones sinceras y honestas de mi amiga me hicieron reflexionar hasta recordarlas esta semana en una comida regada con tinto del Bierzo con un entusiasta nativo de esa zona.

  Y es que la predicación ha estado especialmente alejada de la teología de la gratuidad (única verdadera según declaraba recientemente el Papa) y más basada en la teología de la retribución. Lo que ha primado ha sido una llamada constante a la reconversión, a los esfuerzos y méritos para ganarse el cielo donde los cofrades de San Dimas no tenían encaje. De algún modo parecería que el feligrés medio no ha percibido la buena noticia del amor de Dios ni la misericordia infinita y sólo ha interiorizado la parte penal del asunto o la noticia mala como en el chiste. Ni el “pelagianismo de derechas” de ascetismo rigorista, rigidez, virtudes y obras buenas, ni el “pelagianismo de izquierdas” de obras materiales en la línea de la llamada teología de la liberación, ahora “salvemos la tierra” y batallas similares, han traído el suficiente y necesario encuentro de sanación y liberación personal con Jesucristo resucitado. 

Ha sido más un sentimiento de culpabilidad donde nunca se llega a hacer lo suficiente para ser digno. Una suerte de pelagianismo que vacía las iglesias.  

Hoy quizá diría así:

La Efusión espiritual,

ha iluminado tu cara,

y abrasado el corazón,

que antes fue roca pudinga,

y ahora es ardiente llama.

Sin méritos ni medallas,

Cristo es pura Gratuidad, 

te llama a vivir sin miedo,

en espíritu y verdad.

Nueva mirada en tus ojos,

sin prejuicios ni cerrojos,

tendrás libertad sincera 

sin miedo a lo que dirán,

no por tus ansias guerreras 

sino por Su Gratuidad.

No te salvas por tus obras,

tus virtudes, tus razones,

ni por cumplir muchas leyes,

ni gozándote en tus dones.

 Él te liberó primero,

de tus cadenas y heridas,  

Él en ti ve un nuevo Dimas,

no un espartano guerrero.

Es la fe la que da frutos,

la que rompe mil cadenas

Déjate hacer, no seas bruto.

¿Y quién pagó el festival?

¿Quién te invitó al gran banquete?

tu fe y Gratuidad total,

celébralo eternamente.

Será vanidad mundana,

pretender pagar factura

de una deuda ya saldada.

Mejor mostrar humildad,

alabar con gran aprecio,

a quien hace dos mil años,

con su vida pagó el precio.

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