Muy desgraciadamente, la cultura de la muerte prosigue su avance en España, con la legalización de ese otro concepto de genocidio considerado como eutanasia. Sin una necesaria presión social en masa, la Comisión de Justicia del Congreso de los Diputados dio el visto bueno al proyecto de ley que en su momento presentó el PSOE (al que solo se han opuesto PP y VOX).
Ya solo queda pendiente su final aprobación plenaria, de modo que, para finales de este presente año 2020, pueda entrar en vigor un proyecto legislativo que legalizaría el exterminio de enfermos, ancianos y determinadas personas discapacitadas, suponiendo a su vez esto un «complemento de capa superior» para esas leyes de «muerte digna» con rango autonómico.
Ahora bien, con este ensayo no quiero sino entrar nuevamente en ese esperable debate que ha vuelto a ser relevante en las reuniones presenciales que hayan podido darse, en los chats y en otros servicios de social media. Pero, concretamente, para abordar el argumento sobre el carácter resultante de algo que, aparentemente, se acordaría a «plena conciencia».
Ciertamente, el «poder político» detenta otros objetivos no menos trascendentes
Muy especialmente en tiempos de un relativismo nutrido con el desarrollo del modernismo revolucionario, no es complicada la inexistencia de una unidad de criterio moral bien orientada. Se carece de una buena base de referencia moral (acentuada por el secularismo), tendiendo muchos no solo a avalar algo porque solo lo «valide una mayoría», sino a confundir legalidad con legitimidad.
Por ello, tiene sentido reconocer que la aprobación de proyectos de ley estatal que den vía libre a actos genocidas, característicos de lo que San Juan Pablo II consideraba como «cultura de la muerte» fomenten esa «errática asimilación». Bueno, y no menos cuando existe una hegemonía «progre» en la que, con intensidad, el agit-prop vende cualquier avance en su agenda inhumana y liberticida como «progreso».
De hecho, por eso mismo se insiste en que la «nueva izquierda» no está exenta de cierto carácter criminal. Pero, guste o no guste leerlo, cabe reafirmarse, sí, sin duda, en que la atrocidad de la eutanasia y del aborto no es, en realidad, menor a la que se pudiera manifestar con otras masacres revolucionarias como las de la Vendée y Paracuellos, el Holodomor y el Holocausto.
Ahora bien, no conviene olvidar las pretensiones utilitarias (más allá de la inclinación hacia el Mal) que acarrean estas legalizaciones, en tanto que para el burócrata simplemente somos dígitos sin ningún valor trascendental (recordemos, de hecho, que el Bienestar del Estado incentiva la irresponsabilidad, el hedonismo, el epicureísmo y el desinterés en entregarse al prójimo).
Lo de la «decisión previa y mutuamente consensuada» carece de lógica
Hay quienes, con toda la buena fe del mundo, desaconsejan cualquier práctica alternativa a los cuidados paliativos o cualquier otra práctica que ayude a aliviar el dolor o simplemente proporcione un respaldo no necesariamente material a ese ser prójimo que está abocado en el sufrimiento (la razón no tiene por qué limitarse a un cuadro patológico no psiquiátrico).
Ahí estoy de acuerdo: no hay que dar legitimidad (esto no tiene por qué desligarse de lo moral) a lo que no deja de ser un asesinato, sino tratar de cumplir nuestro deber moral de entrega al prójimo. Ahora bien, dentro de aquellos que comparten la buena intención de quien redacta estas líneas, hay quienes se «autogeneran» una duda basada en el concepto de «previa voluntad consensuada y consciente».
Por que sí, un individuo tiene libertad (insístase en una concepción de libertad moral, tal y como se entiende en el tomismo, no como homóloga de lo que en realidad es una voluntad desordenada que esclaviza más que otra cosa) para emprender su camino y tomar determinadas decisiones (de hecho, entendemos que incluso en su conciencia es responsable de las consecuencias de sus actos).
Sin duda, así, uno cree en una sociedad de individuos libres que a su vez tienen su propio fuero interno y, como se ha dicho antes, han de ser, incluso moralmente, responsables. También cree uno en la libertad contractual (que implica cumplir las condiciones del mismo, se trate o no de meras relaciones económicas y laborales).
Pero si no somos relativistas, entonces podremos distinguir sin dificultad entre el Bien y el Mal, lo verdadero y lo falso, lo justo y lo injusto. En este caso, cualquier persona con conciencia y sentimientos es consciente de que ir más allá de negar la ayuda al prójimo, apostando por aniquilarlo, es decir, por matarlo, es algo que está mal. Y no, no es necesario recurrir a la Ley de Dios para entenderlo.
Ahora bien, ¿qué pasa si se trata de una voluntad acordada y «consciente»? Francamente, no es normal conformarse con que alguien haya pedido conscientemente una fecha y hora concretas para lo que se puede considerar como «hora de muerte». Porque no tiene lógica y cuando alguien se encuentra bien, física y mentalmente, no desea acelerar la llegada de la misma.
Hablaríamos, igual, de una voluntad desordenada que fuera fruto de la desesperación o de cualquier otro desorden psicológico o psiquiátrico (estos, en ocasiones, pueden pasar muy desapercibidos, aunque la Medicina esté hoy bastante avanzada en estos campos). No es, por ende, libre quien desea poner fin a su vida.
Por lo tanto, lo único que sería exclusivamente grave sería dejarse engañar y renunciar a nuestro indiscutible deber moral de ayuda al prójimo, lo cual no tiene que ser necesariamente material o sanitario. Ayudándole a vivir mejor estaremos demostrando nuestra verdadera faceta caritativa y compasiva, de amor a quienes son nuestros hermanos en tanto que son hijos de Dios.
Así, concluyendo ya, ha de quedar claro que el sentido común, se tenga o no convicción espiritual y religiosa alguna, nunca puede obligar a dar por válido el asesinato, sino aconsejar a ayudar al prójimo. Y dicho sea también que las «libertades positivas» no son «libertades en sí mismas» sino faltas de respeto al orden natural (a considerar como divino) en todos los aspectos.