Liechtenstein: entre los Alpes, el libre mercado y la tradición

El paradigma político de los defensores de la libertad es la aplicación concreta y eficaz de sus ideas en un contexto de gobierno. El sueño constante de pensadores, activistas y políticos libertarios, ese «país perfecto», con gobierno limitado, riqueza amplia, libre comercio y respeto a las libertades individuales ya existe. Se esconde entre los Alpes suizos y austríacos, y es un principado. ¡Bienvenidos a Liechtenstein!

Liechtenstein es un caso particular en la historia. Los líderes de esta pequeña nación europea llevaron sus tradiciones a los extremos, mientras las grandes potencias evolucionaban y adaptaban sus aparatos gubernamentales a distintas ideologías políticas y económicas.

En muchos sentidos, Liechtenstein es un país «ultra»: ultraliberal, ultraconservador y ultracatólico. Es el ‘bicho raro’ entre repúblicas parlamentarias y monarquías constitucionales con gobiernos de izquierda en la Europa actual.

Este principado cuasi-absoluto y cuasi-libertario surge a fines de la Edad Moderna. Surge como el feudo dinástico de una familia austríaca íntimamente relacionada con la Casa Imperial de los Habsburgo, quienes gobernaban nominalmente el Sacro Imperio Romano Germánico.

Los Liechtenstein –de quienes el Estado toma su nombre– eran, al igual que sus soberanos Habsburgo, una dinastía anclada en una costumbre absolutista de siglos. Eran profundamente católicos, con una educación integral en los asuntos de la economía y la política de su tiempo y con una visión espléndida para la acumulación e inversión de recursos.

Sin embargo, en un extraño giro de eventos, el feudo familiar de los Liechtenstein termina alejándose de Austria. Varios hechos produjeron este distanciamiento, que comenzó con las guerras napoleónicas –cuando emergen las innovaciones políticas de la Francia ilustrada– y terminó con la Primera Guerra Mundial y el fin del Imperio Austrohúngaro –que generó crisis, deuda y el ascenso del keynesianismo como doctrina económica por defecto en el mundo entero–.

Este último evento en especial deja al minúsculo principado en una situación similar a la orfandad, sin la protección de los Habsburgo, que quedaron degradados y exiliados tras la guerra. Desligado de Austria, Liechtenstein comienza un lento acercamiento hacia Suiza, con el objetivo de mantener su seguridad interna.

Esta, sin embargo, duró muy poco, debido a la expansión nazi que también azotó al principado por ser un pequeño Estado parte del espacio alemán. El partido nacional-socialista local no llegó a tener tanto poder, pero causó disturbios e incluso atacó a la esposa del soberano, una dama judía, considerándola «su problema judío local». Las actuaciones ridículas del partido nazi de Liechtenstein llevaron al propio Hitler a llamarlos «su pequeño dolor de cabeza».

Este periodo de conflicto empobreció al principado, una situación que por primera vez era experimentada por su príncipe soberano que se había mudado al territorio alpino tras la guerra.

Su industria era limitada, casi exclusivamente centrada en lo textil y agrícola de producción de subsistencia. La guerra no aportó más que problemas, con ocupaciones militares y recesión económica.

El fin de la Segunda Guerra Mundial obligó al príncipe a asumir una postura que ya se iba preparando tras el final de la Primera: un acercamiento total a Suiza que se daría en los 10 años posteriores, de 1946 a 1959. Liechtenstein asumió el franco suizo como su moneda de curso legal, adoptó y adaptó las leyes bancarias suizas y dejó su política exterior en manos de la Confederación Helvética.

La familia principesca acogió estos cambios y emprendió en el sector bancario, creando el banco LGT de donde provino casi toda su riqueza actual, pero que constituye apenas el 25% del producto interno de la nación. Mientras que el resto del PIB proviene de inversiones extranjeras, LGT permite que los gastos de la casa principesca se cubran completamente con los fondos privados de la familia.

La política del principado también sufrió cambios, aunque siempre anclada a la tradición de sus monarcas. El abandono inesperado de Austria y la guerra mundial le llevaron a desarrollar una política propia, similar en apariencia a la europea, pero con variaciones que la hacen única.

El principado es una suerte de heredero espiritual del rumbo político de la Austria que educó a Bohm-Bawerk y a Mises. El mejor ejemplo de esto es la política del impuesto único, propuesta e implementada por la administración fiscal de Eugen Bohm-Bawerk en Austria antes de la Gran Guerra.

Las leyes bancarias antes mencionadas también son particulares de Liechtenstein. En lugar de garantizar un fuerte secreto bancario, simplemente permiten que cada banco decida cómo manejar la privacidad bancaria de sus clientes, incluido el banco de los monarcas. Esto ha hecho que sean especialmente atractivos para políticos, empresarios y corporaciones que buscan huir de la predecible presencia en Suiza.

Aproximadamente hay 10 empresas constituidas en el país alpino por cada habitante, lo que implica que una cifra significativa de compañías tributa, con impuesto único, para Liechtenstein. El manejo de esos fondos fiscales ha servido para pagar las membresías en organizaciones internacionales y continuar con la colaboración helvética en diplomacia y defensa.

No obstante, lo que hace único a Liechtenstein es su tendencia hacia la derecha miscelánea, y curiosamente, respetuosa y consciente de las dinámicas sociales. Entre los Alpes, esta orientación ideológica, han hecho del principado un crisol de las características que los defensores de la libertad defendemos y buscamos aplicar.

Los seguidores de Murray Rothbard se sentirán realizados al enterarse que la monarquía, como institución política del principado, se maneja mucho más como una empresa privada que como el epicentro del aparato estatal. Los seguidores de Robert Nozick, en cambio, se deleitarán con las ventajas que demuestra, quizá no intencionalmente, la estructura del Estado mínimo, únicamente con fuero judicial y con una fuerza de seguridad más ceremonial que útil.

Ambos casos no son pura teoría, sino una realidad perceptible, en Liechtenstein.

Incluso las teorías más clásicas de la filosofía política tienen cabida en el principado, que fundamenta su soberanía en un modelo dual pueblo-monarca, con el pueblo como soberano y el monarca como el líder designado a perpetuidad en su linaje para guiarlos y legislar con toda su autoridad. Ambos modelos, sobre la soberanía popular y sobre la soberanía personal, corresponden con los primeros ilustrados en mostrar ideas liberales, Thomas Hobbes, y por supuesto, el padre del liberalismo, John Locke.

Aparte de la economía y la política, existen más elementos que hacen del principado un ejemplo de la aplicación de ideas de libertad. La sociedad de Liechtenstein está plagada de costumbres y tradiciones de la Austria de antaño: un país especialmente católico, dónde la Iglesia no hace de árbitro político, pero actúa como brújula moral del monarca y los ciudadanos que se guían por ella con fervor.

Si bien han surgido controversias entorno a esto, siempre se ha procurado preservar y mantener los principios de libertad, propiedad y vida como manifestación de la voluntad divina en el libre albedrío de la acción humana. Liechtenstein, por ende, respeta la identidad nacional, las características naturales del principado, mientras aprovecha al máximo las capacidades de la casa reinante y de su educada gente.

La libertad económica y la profunda tradición conservadora y católica de los liechtensteinianos han hecho que, en menos de medio siglo, un territorio casi feudal se convierta en un gigante bancario.

Las características «liberales» de Liechtenstein hacen que este diminuto espacio pueda acumular todas las características del minarquismo y crear inmensa riqueza, demostrando la viabilidad del modelo libertario para manejar la sociedad y la política; y, por qué no decirlo, tener un excelente resultado haciéndolo.

Para concluir, quisiera destacar una frase del príncipe soberano de Liechtenstein, Juan Adán II, que dice: «El Estado debería tratar a sus ciudadanos como una empresa trata a sus clientes. Para que ello funcione, el Estado necesita competencia«.

Referencias bibliográficas

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