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Hay años en que el comienzo del verano no es la entrada a la Tierra Prometida. El calor nos coge desprevenidos. Para empezar las vacaciones tenemos que dejar el fardo del cansancio acumulado y recuperar el resuello. Y hay quien ha experimentado más de una vez que las fuerzas del espíritu han menguado, y no se tiene ganas de hacer planes.
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Entre los libros amigos que me han acompañado en los últimos años como lectura medicinal para el mes de julio, ha estado esta obra, tantas veces reeditada, de Viktor Frankl: El hombre en busca de sentido (ed. Herder). No suelo olvidar quién me recomendó un libro o cuál fue la circunstancia de que cayera en mis manos; la casualidad hace que este olvido sea metafórico, porque la obra de Viktor Frankl está ahí para quien la quiera buscar, para quien quiera dotar de sentido la circunstancia de su vida. Está ahí, como el sentido frente al sinsentido. Está en nuestra mano. No sabemos de dónde viene, pero es real.
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Y mientras escribo estas líneas, me digo a mí mismo que todas estas son palabras más o menos pensadas, académicas, correctas y justas; pero no sé si vividas realmente. Al menos, ambiguas. Todo se pone en cuestión si acompañas, en la lejanía que interpone la hoja impresa entre el lector y el autor, a un superviviente de un campo de concentración.
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Europa occidental, es decir, el mundo más o menos cómodo en que vivimos, ha hecho de casi todo una serie de amuletos a los que agarrarse para acallar su conciencia: también hay ciertos lugares comunes para hablar del horror. Así, el fascismo alemán es uno, y mientras una esvástica es impensable en ninguna formación política actual, la hoz y el martillo del régimen numéricamente más sanguinario del siglo XX, que es el comunismo, se cubre con un velo de disimulo. Podredumbre ideológica que debemos denunciar, porque a fin de cuentas, toda simplificación interesada esquiva muchas reflexiones incómodas. ¿Cómo se llegó a una situación tan aberrante en Alemania, en Rusia… en Europa? Pero acaso la respuesta está en nuestra ambigüedad de corazón. La misma que denuncia la parcialidad de los análisis sobre el horror en el siglo XX.
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Víktor Frank no pudo mostrar un compromiso más radical ni más sincero, ni más limpio de odio con sus circunstancias. Psiquiatra y neurólogo austríaco, padeció las condiciones inimaginables de un campo de concentración durante tres años. Uno de cada 28 presos sobrevivieron, dice la estadística. Reconoce que en su experiencia le valió un equilibrio personal singular, pero no por ello deja de creer en la voluntad humana.
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¿Qué sabemos de la vida, en realidad? Nuestra sociedad ñoña y voluntarista quiere cambiar la escuela de la vida legislando sobre los sentimientos, haciendo protocolos de actuación, hablando de derechos y libertades con miel de bote. Todo debe ser prevenido y todo debe ser solucionado tecnológicamente, leo estos días en un ensayo de Evgeny Morozov (La locura del solucionismo tecnológico) sobre los perjuicios a que nos somete la mentalidad “internet-centrista”, la de aquellos que hacen de la tecnología digital un antes y después del mundo, y una entrada al Edén. Una gran mentira: seguimos y seguiremos en un valle de lágrimas.
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Frankl, que además de médico era un humanista, un auténtico hombre de letras que cita a los clásicos con la savia de una justificación madurada, fue un profeta. Judío ya histórico, porque en él se encarna la Voz inspirada. Frankl, con la humildad de quien está libre de todo prejuicio (tal vez sólo quien ha convivido con la muerte psicológica y la animalización forzada pueda llegar a ese estado de virtud) nos anuncia el Nuevo Testamento: la verdad nos hará libres. Dicho sin citarlo, porque Frankl no es católico ni un religioso de profesión. Pero si de ecumenismo se quiere hablar, pocos personajes de la Historia del siglo XX reconcilia con más autoridad a todos los que nos parapetamos en las ideologías.
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Podemos hablar y hablar, podemos justificar el arte, podemos declamar loas a la estética, pero todos sabemos que no hay obra de arte sin verdad. La verdad de Víktor Frankl es incontestable: no impone nada pero lo dice todo. El sentido de la vida no está ahí fuera y ninguna ideología nos lo va a traer, ninguna medida gubernativa, ningún líder político. Es algo individual e intransferible. Podemos hablar y hablar, pero nuestra verdad, callada y expectante, es irrefutable. Pasamos por la vida esquivando el sufrimiento y la muerte, porque ha de ser así, pero siempre estará ahí, esperándonos, una pregunta trascendental: la del sentido. Frankl dice al lector del siglo XXI que no tenga miedo.
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Con el tiempo, indagué algo sobre Frankl y encontré un librito póstumo que en esta página virtual querría también recomendar. Lo escribió a modo de diálogo, con un teólogo judío Pinchas Lapide: Búsqueda de Dios y sentido de la vida: diálogo entre un teólogo y un psicólogo, de la Editorial Herder. Lapide es un personaje fantástico que parece sacado de una saga de Saint-Exupèry (fue militar y cónsul, además de autor de una treintena de libros). En esta obra que ambos dejaron preparada para publicar, reconocen en el tema del sentido las raíces de la trascendencia. Frankl y Lapide nos dejaron unas pocas páginas nada más, pero, en mi opinión, forman el texto más veraz y profundo que me he encontrado sobre la experiencia religiosa. Ambos se alejan de la idea de Dios en cuanto la idea limite la experiencia inabarcable, intransferible, misteriosa. En una ocasión cayó en mis manos el libro Hablar de Dios resulta peligroso, de Tatiana Goricheva. Aquellas páginas me enseñaron que hay una forma de compromiso con la vida que va mucho más de la adscripción racional. En esta misma línea, los testimonios de autores como Frankl o Lapide son voces creíbles en el páramo de relativismo del siglo XX. Su confesión está en las antípodas del proselitismo obvio. Lo religioso ha vuelto al desierto de la vida: hombres que han experimentado la sed física en toda su dimensión. No hay cuerpo y alma, sino seres que buscan. La sed confronta con el misterio.
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Quede constancia que probablemente no he sabido recomendar con suficiente optimismo estas obras. Yo recuerdo, sólo por verlas verticalmente calladas en la estantería, esa grata sensación de una amistad universal, que no es por eso menos verdadera ni reconfortante. El optimismo lo añadirán los autores: Frankl, Lapide, Goricheva… Déjenme que hoy alabe especialmente la gran figura, la enorme personalidad y la bondad de corazón que uno no puede dejar de percibir tras las páginas de Viktor Frankl, a mi entender, uno de los más conmovedores personajes del siglo XX. Hay que reivindicar a los profetas del siglo XX. Libros para barrer los escombros del engaño. Horas para respirar el aire fresco de la vida.
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