El debate entre Gloria Álvarez y Agustín Laje ha dejado un sinfín de lecturas posibles, pero resulta oportuno utilizar dicho acontecimiento para analizar los postulados de base que surgen de cada expositor. En rigor de verdad, más allá de la retórica como arte, el “diálogo” entre cualquier exponente puede ser considerado desde tres perspectivas:
a) Antropología Filosófica: Es necesario que cada uno pueda ver quién expone un estudio en profundidad del hombre total (relación entre pensamiento y materia, libertad y autonomía, relación del Hombre con el mundo, etc.). Ciertamente, no eleva al mismo postulado quien realiza reduccionismos, sean materialistas, nominalistas, voluntaristas, idealistas, a quien propone una mirada íntegra del Ser.
b) Teoría del Conocimiento: El espectador de un debate debiera analizar cómo se posiciona cada expositor respecto al mundo; es decir, si cada exponente reconoce, o no, (y cómo reconoce) el mundo. Aquí radica la diferencia entre realistas, que aseveran la existencia de un universo externo al conocimiento del Hombre que existe con independencia de este, e idealistas, que niegan la existencia de un mundo independiente de la conciencia humana. En esta corriente última se enrolan los subjetivistas que intentan explicar todos los fenómenos (desde el origen de la vida hasta el desarrollo de la humanidad) desde un sesgo que le impide reconocer el valor intrínseco de la realidad. En el subjetivismo se atiende a estructuras, dogmatismos intelectuales, andamiajes a priori, pero no a la búsqueda sincera de la Verdad.
c) Ontología: En cada debate siempre subyace la metafísica. Es así por cuanto cada expositor muestra cuál es su estudio sobre la esencia de las cosas y su existencia (causalidad). De allí se puede analizar cuál es la substancia fundamental, cuál es el cambio emergente, qué cualidad exhiben, la representación de la realidad, la unidad de la cosa, la continuidad espacio temporal; es decir, se analiza el punto esencial sobre el cual se basa cada postulado.
Si bien es cierto que la exponente del liberalismo progresista por momentos esboza postulados propios de un realismo aristotélico, finalmente se observa que su concepción del Hombre es eminentemente voluntarista e idealista. La actitud idealista es propia de aquellos ideólogos utópicos que se traduce en última instancia en una teoría del conocimiento totalmente desfasada de la realidad; sin embargo, utilizan toda abstracción racionalista para explicar cada fenómeno del mundo externo. En forma simple, la actitud idealista no concibe a la sociedad como una realidad dada (que puede ser buena o mala conforme a los criterios de análisis, pero que existe y es); la actitud idealista no reconoce que la existencia del mundo tal como es para luego estudiarlo y eventualmente reformarlo. Para el idealista, el mundo es similar a la concreción de los propios deseos, donde la conciencia humana es omnipotente y esta actitud se traduce en aquel idealismo político tan en auge (tal como sucede con las políticas de reconocimiento a la autopercepción).
Así tal como se ve, Gloria Álvarez cae en un error fatal; ella aduce que la esencia libertaria se define por lo que la autoridad sostiene que es, cayendo en una falacia circular, ya que si el agente define “x” se traduce que “x” no existe por fuera del discurso, lo que implicaría reconocer que el movimiento libertario no goza de axiomas ni principios fundantes externos al propio hombre. Para la actitud idealista no hay naturaleza esencial en las cosas ni límites naturales al hombre; todo es posible para los grandiosos racionalistas que creen que meros postulados abstractos se puede construir al nuevo Homo Deus, donde lo real está supeditado a la voluntad del Hombre. Así pues, incluso el origen mismo de la vida depende de las definiciones arbitrarias que establezcan un conjunto de racionalistas y para peor, aun reconociendo la evidencia, supeditan las prerrogativas naturales a la propia concepción ideológica en torno a la libertad.
Para desgracia de aquellos idealistas, no siempre el voluntarismo alcanza para quebrantar la esencia de las cosas o redimir la naturaleza caída del hombre, por lo que acude ante semejante resistencia a la violencia iracunda propio de, valga la ironía, los irracionales. Por ello es que el realista es mesurado, templado, observador, prudente; el realismo comprende que la política como diseño social se nutre de las experiencias, sean actuales o pretéritas. El realista comprende que la aseveración “Matar está mal” se nutre tanto de las premisas descriptivas (reconocimiento empírico de la vida) como de las premisas prescriptivas (la orden “no matarás”); así es que es posible diferenciar dos componentes de diferentes bases, pero complementarios en la realización de un ordenamiento social.
Si uno observa debates recientes notará que no hay diferencia sustancial entre una feminista posestructuralista o una pensadora liberal progresista que al unísono sostiene “mi cuerpo, mi decisión; la maternidad será deseada o no será”. Es así que el discurso desconoce una realidad biológica para considerar que el hecho de ser “madre” depende ya no del suceso natural, sino del mero deseo del individuo.
En ese sentido, además de considerar el idealismo abstracto y desfasado de la realidad que propuse la representante del liberalismo progresista, es oportuno ver cómo toda ideología posee vicios dogmáticos que quedaron expuestos públicamente. Para quienes profesan una fe, suele ser recurrente la crítica por el supuesto dogmatismo; ahora bien, cuando uno los enfrenta en un debate de ideas, es prácticamente imposible encontrar a alguien que pueda definir qué es el dogmatismo.
Si bien es cierto que la acepción más recurrente alude al conjunto de dogmas de la Iglesia (proporciones emanadas de Dios y su cuerpo místico), en verdad el dogmatismo es anterior a tales postulados. El vocablo “dogma” significó originalmente “oposición”; se trataba de aquella opinión filosófica que se refiriese a los principios. Consecuencia de ello es que dogmatismo pudo equivaler a “relativo a una doctrina” o “fundado en un principio”, tal como explicara el gran filósofo Ferrater Mora. En aquellos primeros momentos de la filosofía hubo pensadores que se aferraron con tal ahínco a tales principios que omitieron considerar a la propia realidad e incluso ignorar tanto los hechos como los argumentos que pusieran en duda los postulados. De allí es que se observa aquel tipo de persona que no observa y examina, sino que simplemente afirma. Consecuencia de ellos es que se dividieron los filósofos “dogmáticos” de los “escépticos”.
Resulta llamativo cómo tal distinción trascendió en los milenios y actualmente se observa una tragicómica ironía: quienes más denuncian el dogmatismo de otros, más dogmáticos muestran ser. Véase que, mientras conservadores como Rusell Kirk o Roger Scrutos postulan la necesidad de un espíritu escéptico, que comprenda la mesura como equilibrio entre lo perdurable y lo mutable, el progresismo en sus dogmas del “progreso indefinido” y la “liberación absoluta” propone la “intolerancia hacia el intolerante”, tal como expusiera Marcuse.
Se vislumbra que la prudencia y el reconocimiento de la propia imperfección es propio del conservadurismo atacado de dogmático, mientras los revolucionarios depositan la fe ciega en sus postulados y llaman a aniquilar cualquier vestigio de resistencia.
Por ello es que se ha podido constatar la diferencia sustancial entre quien apela a la Razón y la concepción realista del mundo y quien, en su fatal arrogancia, se aferra a las viles falacias para considerar que el mundo es aquello que su dogma secular y liberal dice que es. Cada quien luego podrá atender en donde se alberga la Verdad.