El 4 de febrero, la revista Time publicó un artículo titulado ‘La historia secreta de la campaña en las sombras que salvó la elección del 2020’, donde no solo admiten con total descaro la conspiración entre personas poderosas de diversos sectores para robarle la reelección a Donald Trump, sino que llegan a vanagloriarse de la misma por considerarla ‘necesaria’. Analicemos con detenimiento sus palabras.
El reportaje señala que cientos de líderes empresariales que habían apoyado a Trump en el pasado le pidieron que cediera la elección. “Todo fue muy, muy extraño. (…) Pocos días después de la elección, fuimos testigos de un esfuerzo orquestado para ungir al ganador, incluso cuando todavía se estaban contando muchos estados claves”. Y para sorpresa de propios y extraños, Molly Ball, redactora del polémico artículo, reconoce que “En cierto sentido, Trump tenía razón”.
El plan fue tejido por activistas de izquierda y grandes empresarios, inspirados por los grupos de terrorismo doméstico como Black Lives Matter, y es narrado como si se tratara de un noble esfuerzo por derrocar a un malvado dirigente que atentaba contra la democracia: “Se estaba desarrollando una conspiración detrás de escena, que disminuyó las protestas y coordinó la resistencia de los CEOs. Ambas sorpresas fueron el resultado de una alianza informal entre activistas de izquierda y titanes empresariales. El pacto se formalizó en una declaración conjunta escueta y poco notoria de la Cámara de Comercio de Estados Unidos y la AFL-CIO publicada el día de la elección. Ambas partes llegarían a verlo como una especie de negociación implícita- inspirada por las masivas, a veces destructivas protestas por la justicia racial del verano- en la que las fuerzas laborales se unieron con las fuerzas del capital para mantener la paz y oponerse al asalto de Trump a la democracia”.
Y afirma que los elementos de tan inescrupulosa unión “consiguieron que los estados cambiaran los sistemas de votación y las leyes electorales y aseguraron cientos de millones en fondos públicos y privados. Se defendieron de las demandas por supresión de votantes, reclutaron ejércitos de trabajadores electorales y consiguieron que millones de personas votaran por correo por primera vez”. Qué forma tan curiosa de defender la democracia.
También reconoce que grandes empresarios como Michael Bloomberg o Laurence Fink “presionaron con éxito a las empresas de redes sociales para que adoptaran una línea más dura contra la desinformación” y que “utilizaron estrategias basadas en datos para combatir las difamaciones virales”. Es decir, ejercieron presión para que las plataformas de redes sociales, de suma relevancia en el debate público de nuestros tiempos, censuraran sistemáticamente a aquellos que se atrevieran a rechazar el evidente fraude en proceso, siendo el candidato republicano la víctima más notable.
“Esta es la historia interna de la conspiración para salvar la elección de 2020”, como si de una odisea contemporánea se tratase, “basada en el acceso al funcionamiento interno del grupo, documentos nunca antes vistos y entrevistas con docenas de personas involucradas de todo el espectro político. Es la historia de una campaña creativa, decidida y sin precedentes cuyo éxito también revela lo cerca que estuvo la nación del desastre«. A lo largo de todo el artículo podemos apreciar este tipo de muestras de egolatría.
Y por si aún queda algún ápice de duda, concluye con unas palabras que explícitamente le dan la razón a los ‘conspiranoicos’ que denunciaban el fraude norteamericano: “Aunque suene como un sueño febril paranoico: una camarilla bien financiada de personas poderosas, que abarcan industrias e ideologías, trabajaron juntas detrás de escena para influir en las percepciones y cambiar las reglas y las leyes. Al dirigir la cobertura de los medios y controlar el flujo de información, no estaban manipulando la elección; la estaban fortaleciendo. Y creen que el público debe comprender la fragilidad del sistema para garantizar que la democracia en Estados Unidos perdure”.
Parece que la revista Time, en particular, y los progresistas, en general, tienen los conceptos un tanto trastocados. Cambiar arbitrariamente las leyes, controlar los medios de información, censurar a los disidentes y articular una conspiración para robar una elección no es fortalecer la democracia ni mucho menos salvarla; es violentar la decencia y doblegar la voluntad popular, todo en aras de unos intereses tan particulares como perniciosos.