Como quizá ya sea sabido por la mayoría de seguidores de la actualidad, el pasado jueves día 26, el Consejo Europeo no pudo sacar adelante una nueva versión del Plan Marshall (con el motivo de establecer una «contingencia económica» ante la epidemia del coronavirus).
La propuesta, reivindicada por representantes de países como España, Portugal, Grecia e Italia, contó con la oposición de Países Bajos, Alemania, Malta, Austria y los Países Nórdicos, aunque la reacción de este bloque fuera más visibilizada por la reacción de los representantes neerlandeses.
El ministro holandés de Finanzas, el democristiano Wopke Hoejkstra, consideró que la gestión político-económica de países como España era absolutamente «irresponsable». Esto es cierto ya que hablamos de un Estado sin superávit presupuestario, con altos niveles de endeudamiento.
Ante ello, se han desencadenado diversas reacciones: ansia por una eurocracia mucho más sovietizada (se esperaría que una hipotética llegada de Los Verdes a la Cancillería teutona impulsase esto, con el respaldo del Partido Socialdemócrata Alemán), más motivos para emular el proceso del Brexit…
Podríamos comentar cada una de las mismas, pero nos vamos a centrar en una, que puede resultar algo interesante (aunque eso no implique que el asunto tenga que abordarse de una manera absolutamente acrítica): ir más allá del «deseado» iberismo, implicando a otras regiones mediterráneas.
¿Una Unión Mediterránea?
Ya en su día, algunos críticos de la «austeridad merkeliana» (allá por 2012-13), normalmente comunistas, planteaban una unión monetaria que solo incluyera a países como Portugal, Italia, Grecia y España (cabe recordar que por entonces se estaba dando «el momento Tsipras», por ejemplo).
En países como Alemania, Holanda, Finlandia y Estonia ha habido una considerable reticencia a emitir rescates financieros a países con una tendencia mucho más endeudicida como los que se han mencionado previamente.
Pero, en esta ocasión, la reivindicación no ha procedido del sector más escorado hacia la izquierda, sino por la parte menos hipereurofílica (no necesariamente mayoritaria) de lo que se puede considerar como «derecha sociológica española».
Se ha ido más allá del sentimiento iberista (muy notorio en una mayoría de vecinos portugueses), hasta el punto de plantear una especie de unión política con otros países que están bañados por el Mar Mediterráneo, tales como Grecia e Italia.
Los motivos no son necesariamente de mentalidad (suele afirmarse que el noruego nada tiene que ver, en cuanto a carácter, con alguien que sea español sevillano o de cualquier área de la mitad Sur de Italia). Hablan del factor católico (frente al «protestantismo del Norte»), e incluso, del grecorromano.
Ahora bien, ¿nos conviene?
No hay que distraerse en cuanto a las motivaciones de los problemas
Quien redacta estas líneas observa con preocupación los rasgos relativistas y nihilistas por los que suelen destacar los neerlandeses (una prueba de ello es que consintieran que su país fuera «pionero continental» en la promoción de la legalización de la eutanasia).
También está preocupado tanto por la descristianización de Europa como por la expansión centralizadora de esa Unión Europea masónica que es mejor denominar en base a lo que su abreviatura permitiría considerar como la UERSS.
Ahora bien, con separarnos de la eurocracia bruselita, ¿qué adelantaríamos con dirigentes progre-socialdemócratas, socialistas o comunistas como Antonio Costa o Pedro Sánchez? No lo digo, por cierto, porque la política monetaria pueda ser más desastrosa de lo que ya lo es la del BCE.
De todos modos, las sociedades son las que determinan los rumbos políticos, siendo nosotros responsables, en cierto modo, de lo que ocurre en nuestros países, ya sea en materia económica o social-cultural (por algo, Hungría y Polonia no están en la misma situación que Holanda y Suecia).
Por lo tanto, si bien no está mal que reconozcamos nuestros lazos socio-culturales con la vecindad portuguesa (no deja de ser hispánica, por decirlo de alguna forma) o que pongamos en valor ciertas hermandades europeas, no debemos de «desorientarnos».
Pudiendo cumplir con el llamamiento «Europa, sé tú misma», que hizo San Juan Pablo II, en 1982, lo que nos conviene es que nos podemos reafirmar en nuestros principios cristianos y podamos tener más presente a Dios.
Al mismo tiempo, importa reivindicar valores como la responsabilidad, la entrega a los demás, el ahorro y el largo-placismo, así como el principio de subsidiariedad (tal y como lo define la Doctrina Social de la Iglesia).
Hay que mantenerse en alerta y comenzar a contrarrestar ese proceso de expansión del Estado por medio del cual se busca aplastar y empobrecer a la sociedad, a la par que se procura la erosión del orden natural de creación divino.
Ninguna estructura estatal supranacional e hipertrofiada va a ayudarnos. Al mismo tiempo, conviene reconocer que el socialismo (en cualquiera de sus modalidades) es un fracaso tanto moral como técnico. Y sí, rompamos con el nihilismo, y con el atomismo incluso. Todo ello, claves contrarrevolucionarias son.