La obra que nos acontece no es ni más ni menos que poner en entredicho el axioma sobre el que se sustenta la existencia misma del Estado: la imposición. Es menester señalar que el emperador está desnudo, que la tributación es ineficiente e inmoral, y por tanto, no tiene legitimidad alguna, socavando así la base de lo que algún día será una oscura reminiscencia del pasado: el Leviatán estatal.
En primer lugar, cabe señalar la necesidad que tiene el Estado de expoliar a los “contribuyentes”, pero antes de eso, habrá que señalar la incongruencia de la neolengua que en torno al fisco se ha impuesto. Como bien señalaba Santiago Abascal, y de lo cual es cómplice, el Congreso se ha convertido en “el templo del eufemismo”, y razón no le faltaba. Cada partido tiene su lenguaje politiqués, desde la reiterada alusión de Pablo Iglesias al Estado de bienestar como “escudo social” (pese a ser el mejor amigo de las grandes empresas mercantilistas), hasta el chivo expiatorio de las bajadas impositivas de VOX, ese “gasto político” que, Dios sabe cómo, deberá recortarse más allá de la propia prestación que merece en los Presupuestos Generales del Estado para financiar la revolución fiscal que promete Abascal, que será positiva siempre y cuando no implique mayores tajadas a la renta de las próximas generaciones para amortizar la deuda pública. No obstante, la palabra contribuyente se ha generalizado para referirse eufemísticamente a las víctimas de la tributación, interiorizado incluso por la Real Academia Española, pero que no hace justicia a su verdadera definición. Contribuir, concurrir voluntariamente con una cantidad para un determinado fin (RAE), implica consentimiento, mientras que los impuestos (coactio coactionis) son por naturaleza coactivos, el antónimo absoluto de la voluntariedad. Esta aberración equivaldría a afirmar que una mujer violada es la “novia” del violador, y esto, sin embargo, sería evidentemente reprochado.
Continuando con el tema que nos atañe, primero habrá que señalar por qué el Estado recauda impuestos. Para ello, nos valdremos de la distinción que hace Franz Oppenheimer entre los “medios políticos” y los “medios económicos” para obtener ingresos. En resumidas cuentas sostendrá que los medios económicos equivalen a la obtención de dinero a través de la apropiación en sentido lockeano, el intercambio voluntario (siendo el trabajo un ejemplo) y las donaciones; contrapuestos a los medios políticos: la depredación, el saqueo y el hurto de lo producido económicamente. Así, no debe haber ningún reparo para definir el Estado como un ente parasítico que hediondamente bebe cual sanguijuela de los medios producidos honradamente. Por tanto, señalar que el Estado produce riqueza será equivalente a afirmar que una sanguijuela produce sangre. El corolario lógico de esta definición será, entonces, que sin el latrocinio, el Estado no puede vivir, ergo, despojar a la tributación de legitimidad, estará contribuyendo a la gran lucha del siglo XXI: el enfrentamiento entre la libertad davidiana y el Goliat estatal.
En una breve digresión, cabrá preguntarse si los súbditos siempre han sido conniventes con la tributación, y la respuesta es negativa. Retrotrayéndonos a Juan de Mariana, este describirá al tirano como aquel que le sube los impuestos al pueblo sin consultarle, y siguiendo a Santo Tomás de Aquino, establecerá el derecho, si no el deber, de matar al tirano. Muchas cabezas habrían rodado de haberse interiorizado la teoría del tiranicidio de Juan De Mariana: el Congreso dejaría de ser esa cueva de bandidos que hoy en día es, y se limitaría a ser una concentración de mediocres, pues no olvidemos que la Ley de Gresham también se aplica a la política: los políticos malos expulsan a los buenos, ya que para llegar a la cima es menester saber bajar al barro y no tener escrúpulos. Entonces, cabrá cuestionarse por qué el rebaño llamado “pueblo” ya no opone resistencia, y se presentan dos respuestas bastante loables.
La primera será sencillamente los siglos y siglos de adoctrinamiento que el Estado ha llevado a cabo a través de la educación. Por ejemplo, en tiempos de la eclosión ilustrada de la Revolución Francesa, el concepto de Nación fue emparejado con el de Estado, y por tanto, la organización de la coacción y la coerción con fue identificada con la materialización de esa “unidad de destino en lo universal” que José Antonio llamará España. Así, y como luego emplearía también Mussolini, el Presidente sería la encarnación del destino de la Patria. La otra respuesta alude al hábito y la tradición: si, como demostró la cruel experimentación, a un ratón se le metía un calambre cada vez que iba a beber agua, acababa cediendo y muriendo de deshidratación, lo mismo pasa si cada vez que una persona no paga impuestos es castigada: acabará aprendiendo cómo comportarse para evitar reprimendas. Buen ejemplo de este caso también es el de Theon Greyjoy en Juego de Tronos, que acaba siendo convencido de que su nombre es Reek a través de palos y más palos.
Actualmente, la justificación moral de los impuestos, labor de los intelectuales, aduladores del poder por excelencia, se sustenta mediante argumentos de muy diversa índole, aunque, en general, todos pésimos. Así, desdeñados de soslayo los que se han desarrollado anteriormente, nos atendremos a la supuesta voluntariedad de los impuestos. Estableciendo el consentimiento como uno de los pilares de cualquier teoría ética y jurídica, como es el caso de la distinción entre el sexo y la violación, y adecuando esta afirmación mutatis mutandi a los impuestos como un robo, al son una sustracción por la fuerza (y por tanto, contra la voluntad) de la propiedad de un tercero, no dudan al afirmar que, en efecto, los impuestos son voluntarios. Semánticamente esta frase ya debe generar dudas, puesto que impuesto y voluntario no terminan de casar. Obviando esta objeción, no sólo se considera violencia cuando se usa activamente, sino también cuando se amenaza con usarla. Si un atracador apunta a alguien con la pistola en la cabeza y le exige que le entregue su dinero, estará empleando la violencia, pues le intimida con hacerlo. Algo así hace el Estado, y de hecho, mucho peor, pues nos hace creer que nos roba por nuestro propio bien, y vuelve sistémicamente a robarnos cada mes, no como el ladrón, que ejerce la coacción asistémicamente, es decir, puntualmente. Entonces, para establecer si el Estado emplea la violencia cabrá preguntarse: ¿qué pasa si no pago mis impuestos? Se producirán dos sucesos: en primer lugar, te exigirán un “rescate”, es decir, si no quieres ser “secuestrado” (llevado a la cárcel), deberás abonar la cantidad x antes del día y; y en caso de incumplimiento, serás enviado entre rejas. La afirmación de que se usa la violencia para recaudar impuestos se hace autoevidente, y sin embargo, políticos como Pablo Iglesias insisten en afirmar que suben los impuestos para que los ricos “puedan pagar más”. Nadie les impide hacer una donación, Pablo, vosotros les imponéis una obligación. De hecho, si fueran voluntarios, más personas marcarían la X en la declaración de la renta dónde indica “Renuncia a su devolución en favor del Tesoro Público”, empero, según la Agencia Tributaria, esto sólo lo hacen entre 48000 y 62000 personas (de unos 20 millones de contribuyentes, el 0,0024-0,0031%).
Ahondando en la identificación del Estado con la Patria, es común escuchar afirmaciones del estilo “la Patria son los hospitales públicos”, “Hacienda somos todos” o “los patriotas son aquellos que tributan en España”. Respecto al primer argumento, parece derivar de una mala concepción de Patria (tierra natal o adoptiva a la que se siente ligado el ser por vínculos jurídicos, históricos o afectivos), pues, en efecto, no es lo mismo que el Estado (organización coercitiva y criminal que subsiste mediante un sistema regularizado a gran escala de hurto). Algunos intentan adaptar la realidad a su ideología, pero no puede ser. La segunda afirmación es curiosa, puesto que, hasta lo que sé, no soy un recaudador de Hacienda y no voy saqueando más del 58% del salario de las personas (23,6% por contingencias comunes, 5,5% por desempleo, 0,2% destinado al Fondo de Garantía Social del Ministerio de Trabajo, 0,6% por formación profesional – estos los ingresa en las Arcas Públicas el empresario, pero económicamente son parte del salario del trabajador, pues al empresario le sería indiferente abonárselo al empleado-, un 17,97% de tipo medio de IRPF, un 8,5% de tipo efectivo de IVA, y esto, sin contar el resto de impuestos extraordinarios y sobre el ahorro.) Esta afirmación estriba de otra que dice que “el Estado somos todos”, que Rothbard reduce ad absurdum estableciendo que, de ser así, los judíos del Holocausto habrían cometido un suicidio, puesto que el Estado (es decir, ellos mismos) los habría mandado matar. Si verdaderamente yo perteneciese a Hacienda, haría todo lo posible por no pagar nada, incluso renunciando a usar ningún servicio público. Finalmente, la típica estupidez de confundir a un patriota con un estatólatra no merece ser ni desarrollada, pues, aunque tenga mi dinero en Andorra puedo seguir teniendo vínculos afectivos con mi lugar de oriundez.
Otro argumento habitualmente esgrimido es el del bien común y la solidaridad. Aplicando el teorema de la imposibilidad de Arrow al concepto de “bien común” cabe afirmar que cualquier método de agregación de los bienes individuales será puramente arbitrario, puesto que dependiendo del procedimiento podrán obtenerse resultados muy dispares, no existiendo ningún bien común objetivo. Así, el único “bien común” que existe es el mercado, donde personas, persiguiendo bienes absolutamente dispares pueden progresar y cooperar entre ellos, sin imponer un fin arbitrariamente sobre los demás. El problema es la asimilación del “bien común” por parte de algunos políticos como su propio bien particular, es decir, aquel en el cual tienen más capacidad de robar. El argumento de la solidaridad cojea de dos patas: la libertad para actuar y la voluntariedad del acto. En primer lugar, como señala Aristóteles, Santo Tomás y el propio credo cristiano, para que un acto tenga carga moral (positiva o negativa) debe ser voluntario. Así, si una persona es empujada sobre otra, haciéndole daño, no será un acto negativo por parte del que involuntariamente cae (pues no será ni bueno ni malo), sino del que intencionadamente empuja. Por tanto, para que un acto sea solidario debe ser libre (por ello la Biblia establece el libre albedrío.) En segundo lugar, el ser humano al actuar siempre busca aumentar su satisfacción, por lo tanto, si actúa solidariamente buscará un beneficio sentimental o ético, pero al confiscarse fiscalmente una parte de la renta, no sentirá agrado, por lo que tampoco puede considerarse un acto solidario: si el ser humano acctuando voluntariamente siempre busca mejorar su situación y en este caso no lo hace, sólo cabe concluir que no hay voluntad. Para más inri, no existe nada más solidario (adhesión circunstancial a la causa o empresa de otros (RAE)) que el libre mercado, puesto que no se limita a ayudar al prójimo (próximo), sino que también a aquellas personas que vivan lejos y puedan acceder al bien para satisfacer sus necesidades de la mejor manera posible. En el libre mercado sólo se pueden satisfacer las necesidades propias en el grado en el que se satisfacen las ajenas.
En ocasiones se aduce que la función del Estado es la de reducir la desigualdad mediante la “justicia social”. Para comenzar es necesario abordar este nuevo ejemplo de neolengua política, que Hayek, siguiendo a Shakespeare, definirá como un weasel word (As You Like It), puesto que la segunda palabra despoja a la primera de significado como una comadreja succiona el contenido de un huevo sin dejar rastro. Una justicia, teóricamente ciega, que tiene en cuenta la riqueza de las personas juzgadas está incumpliendo la imparcialidad que debe tener. La riqueza es justa si ha sido adquirida por medios justos (apropiación, intercambio o donación), valga la redundancia, y cualquier valoración subjetiva sobre cómo debería estar repartida es otro ejemplo de “fatal arrogancia” constructivista, y por tanto injusta, despojando a sus verdaderos propietarios de lo que es legítimamente suyo. Aun así, la desigualdad, personalmente, no me resulta un problema: no hay gente muriendo de desigualdad, pero sí de pobreza. El problema de la desigualdad es la presencia de impedimentos para salir de la pobreza, y el Estado, de hecho, los refuerza, lastrando el progreso individual de las personas. El mayor reductor de la desigualdad hoy en día sería la extensión del libre mercado a nivel mundial porque los salarios, de acuerdo con la Ley de Asociación de David Ricardo, tenderían a igualarse entre los diferentes países (y las estadísticas lo avalan, con la primera caída en la desigualdad mundial desde la Revolución Industrial.)
Aproximándonos al final, algunos intelectuales sostienen que los impuestos son un pago más por un servicio. Cabe objetar que si verdaderamente se estuviese pagando el valor de mercado de un servicio, no haría falta recaudar impuestos, puesto que los consumidores acudirían voluntariamente: sólo cabe deducir que se usa la violencia porque de hecho se está pagando más caro por un producto peor. Por otro lado, esto no hace que los impuestos dejen de ser inmorales, puesto que si un ladrón le roba el dinero a una persona, será indiferente el uso que le dé, pues seguirá siendo un robo. El mercado, gracias a la competencia tiende a abaratar y mejorar la calidad del producto, mientras que el Estado, teniendo en cuenta que suele proveer sus servicios con regímenes de monopolio para no poder comparar sus productos con otros, o los subvenciona, así como la imposibilidad del cálculo económico, no puede mantener el ritmo de progreso del mercado. Así, es curioso que un 90% de los funcionarios, gracias a MUFACE, pudiendo acceder a la magnífica sanidad pública, decide ir a la privada, y en torno al 20% de los españoles, aun financiando la pública, deciden contratar además un seguro privado. No obstante, aquí el argumento es que sin el Estado habría gente que no podría tener acceso a algunos servicios básicos. Este tema es algo más complicado, pero se le pueden hacer tres críticas principales. En primer lugar, es el Estado el que define cómo deben proveerse estos servicios. Lo que actualmente se entiende por Educación no es ni el 1% de la verdadera educación de la persona (lecturas, charlas, experiencia, etc.), es el mero credencialismo, pero que puede ser útil para permitir a los empresarios discriminar entre candidatos. Con una reflexión más profunda, empero, es posible afirmar que hoy en día es posible educarse de forma casi gratuita. Actualmente, toda la información está en internet, y de hecho, pueden encontrarse clases de los mejores profesores del mundo de forma totalmente gratuira: lo único necesario para poder educarse es acceso a internet. Por otro lado, si sólo hay algunas personas que no pueden acceder a este servicio, ¿por qué el Estado obliga a todas las personas a financiar y usar sus servicios? ¿No sería más fácil dar una ayuda a aquellos que no pueden acceder a ellos? Pese a que esto pueda parecer convincente, esta labor ya la llevaban a cabo empresas o asociaciones benéficas como la Iglesia de Mormont en los Estados Unidos, de manera muy eficaz, y evitando la dependencia que el Estado busca crear. Finalmente, como se ha señalado previamente, los servicios tenderían a ser más baratos, y no debe olvidarse que la renta sería prácticamente duplicada para todas las personas si se dejan de recaudar impuestos, por lo que un salario modal (inferior al medio y al mediano) de 16000€ (1300€ al mes) pasaría a más de 25000€ (2100€ al mes). Además, se pueden encontrar seguros bastante completos por unos 1000€ al año, mientras que el gasto público per cápita en Sanidad en España es de unos 1800€.
En último lugar, abundantes ideólogos señalan que los impuestos no son malos per se, sino sólo si son confiscatorios (el artículo 31.1 de la Constitución española establece que: “Todos contribuirán al sostenimiento de los gastos públicos de acuerdo con su capacidad económica mediante un sistema tributario justo inspirado en los principios de igualdad y progresividad que, en ningún caso, tendrá alcance confiscatorio”) Sería un insulto subrayar que “si se roba un poquito, no pasa nada” o “si se viola un poquito, no pasa nada”. El Séptimo Mandamiento señala “No Robarás”, y no, “No Robarás Confiscatoriamente”. En primer lugar, porque es pleonástico y redundante, y en segundo, porque robar es inmoral per se. Su razonamiento para justificar estos impuestos suele ser que esto no distorsionaría la actividad productiva, desincentivando el trabajo. Sin embargo, hasta un 1% de impuestos afectaría al proceso productivo: no existen los impuestos neutrales, todos alteran la estructura económica, originando la verdadera desigualdad: la existente entre receptores netos de impuestos y pagadores netos de impuestos. Siempre alguien sale beneficiado sobre otra persona, pues si no, no existirían.
En definitiva, los impuestos son ineficientes e inmorales. Parafraseando a Huerta de Soto, esto no quiere decir que se recomiende evadir su pago (aunque la resistencia frente a la injusticia siempre será un acto loable), igual que no se aconseja a un esclavo que se rebele contra su amo si haciéndolo va a recibir cien latigazos: lo importante es ser consciente de que se es esclavo. Pero de la misma manera que la esclavitud va siendo progresivamente eliminada, el proceso hacia la libertad algún día culminará su ciclo. La vida no es tan bella, ni la paz es tan dulce como para vivir encadenados.