Cualquier persona que suscriba el concepto de soberanía social (organización de la sociedad, como contrapeso al Estado, en distintos cuerpos intermedios) no ha de negar la libre asociación de los individuos, en torno a unos intereses determinados.
Del mismo modo que la iglesia del barrio puede permitir al vecindario no solo pedir ayuda a una excelsa comunidad, sino orar y actuar en conformidad con su fe en el Creador, también es posible (y legítimo) que uno pueda agruparse en torno a la satisfacción de unos intereses de contexto concreto.
Por ejemplo, es posible conformar una asociación de ingenieros de software que no solo permita interceder para intentar resolver algún conflicto entre el trabajador y el directivo, sino brindar otros «servicios de asistencia» tales como, por ejemplo, convenios de formación continua y asistencia para el auto-emprendimiento.
También es posible formar entes asociativos para madres embarazadas que no solo permitan asesoría para negociar conciliación laboral, sino que, aparte de promover reformas legislativas de corte flexibilizador, puedan consolidar una red de asistencia mutua que suponga una alternativa al asistencialismo del Bienestar del Estado.
Ahora bien, alguno que otro me rebatirá de antemano este artículo haciéndome un recordatorio sobre las organizaciones sindicales, que por etimología podrían tener una finalidad interpretada como defensa de los intereses de un colectivo (no se utiliza este término con connotaciones que hagan inferir una simpatía por el criterio socialista). Pero el ismo hace su mella.
Cuando se pasa, de defender a los trabajadores, a utilizarlos y causar asedios bloqueantes
A lo largo de la historia, han existido sindicatos católicos que han defendido la dignidad del trabajador sin negar su libre emprendeduría y participación en el mecanismo de mercado (un ejemplo interesante de ello es el inicial sindicato Solidaridad de Polonia, que fue un agente clave en la caída del extinto Telón de Acero). También ha existido el «contrapeso» de los sindicatos amarillos.
El problema es lo que viene a entenderse a día de hoy por sindicalismo. Nos referimos a los llamados sindicatos obreros o de clase, cuyo propósito ideológico (dejando aparte las incoherencias de las «mariscadas» y los relojes de mano de alta gama) se basa en tomar a empleados como rehenes para demonizar al máximo a la empresa privada y paralizar totalmente la economía.
El asedio (demostrado con bloqueos de carreteras, combustiones de neumáticos, coacciones a objetores por medio de «piquetes»…) es una máxima fundamental de principios para todos estos entes, que están muy ideologizados. Lo mismo se puede decir de todos los que se inspiran en los giletes jaunes sin ser, necesariamente, de izquierdas.
Es algo indiferente que se responda o no a la «nueva izquierda»
Que el bisindicalismo de clase (por poner un ejemplo concreto español) haya abrazado las ideologías de la cuarta Revolución no implica que haya renunciado a sus principios. Apostar por la ideología de género, por el multiculturalismo, por la causa LGTBI, por el ecologismo y por el globalismo forma parte de una evolución de una izquierda que tiene sus mismos fines colectivistas y materialistas.
Otra cosa, muy diferente, es que haya personas de izquierda, que sean o no una minoría (dejando aparte, por cierto, la cuestión de su intención de voto), no casen aún con las proclamas del movimiento Black Lives Matter y la «chica de la curva ecológica», o pueden estar preocupadas por la inmigración y, en cierto modo, por los movimientos nacionalistas periféricos de Cataluña y Vascongadas.
Pero, como he sugerido antes, el problema no parte de determinadas «ideologías nuevas», sino de la raíz de ese derivado revolucionario que hemos de combatir como un todo. El problema del socialismo es moral, social y económico, habiendo de abordarlo sin renunciar a ninguna de sus facetas, ya que todas ellas son interdependientes.
No es cuestión de mantenerles en trampas, sino de combatir el sufrido estrangulamiento
En efecto, conviene prestar atención a los problemas de los autónomos y demás trabajadores, que tratan de hacer todo lo posible para autorrealizarse, sacar adelante a sus familias y servir a la sociedad con lo que resulte de su participación en ese mecanismo espontáneamente ordenado que se conoce como mercado.
Pero no podemos permitir que se les trate como rehenes de movimientos colectivistas, independientemente de que estén más alineados a las «innovaciones ideológicas revolucionarias» o a concepciones más «identitarias y nacionalistas». Hemos de defender su libre contribución al bien común (que no está moldeado en el fisco).
Por lo tanto, mientras que conviene distinguir entre el libre asociacionismo en cuerpos intermedios con el sindicalismo agitador y coactivo, hemos de asumir que la mejor manera de ayudar a los trabajadores y a las empresas puedan prosperar y ahorrar con mayor facilidad, combatiendo, por ende, el dichoso estrangulamiento estatal sobre la economía.