Recientemente, he observado un consenso entre muchos liberales y las izquierdas sobre la cuestión progresista, y se escapan algunas ideas esenciales sobre la doctrina del progresismo y las consecuencias de su implementación.
El progresismo es, para la población educada en todo caso, la creencia por defecto de nuestro tiempo, la dirección de todo lo socialmente aceptable, la postura vanguardista de todo académico o político, el lado correcto de la historia, como dirían ellos.
Pero no es algo concreto, es un fenómeno indefinido, concentrado en lo que John Gray, el biógrafo intelectual de F. A. Hayek, llamó ‘el mito del progreso’, la idea de que todo futuro es mejor y todo pasado, peor.
Este fue uno de los aportes más notables de la Ilustración, y probablemente de los más peligrosos, a pesar de habernos permitido un desarrollo material impresionante, ya que nos trajo creencias que han demostrado ser contraproducentes, tanto por su aparente razonamiento de justificación como por sus consecuencias al poco tiempo de su implementación.
El progresismo, fuera de la concepción popular, que es inconsecuente, resulta ser una doctrina de resultados nefastos para las sociedades que lo asumen como parte de su ética y de su fórmula política, al no representar progreso hacia un mayor desarrollo de las sociedades, sino su progreso hacia su decadencia y colapso.
Dentro del mito del progreso está la idea de ampliación de libertades individuales, que con el paso del tiempo, y el desarrollo estatal de la sociedad, su disfrute y su expresión se ampliarían, pero formando categorías identitarias correspondientes con la colectivización de sus expresiones individuales que, naturalmente, generarían derechos particulares, como los de las minorías que se defienden tanto entre la izquierda y el liberalismo.
Como esto se da en un marco democrático, también fruto de la Ilustración, que distribuye la autoridad del Estado entre individuos singularizados, surge un nuevo tribalismo, que adopta creencias que unen al grupo, y las promueve como derechos a ser conquistados mediante el convencimiento de las mayorías o la fuerza de la revolución.
Existen casos interesantes de esto, como el movimiento sufragista, las protestas de Stonewall, o el levantamiento estudiantil de Mayo del 68, que simbolizan 3 de las mayores manifestaciones del progresismo: el feminismo, el movimiento del orgullo gay, y la Revolución Sexual, y se pueden mencionar otros, como el Club de Roma o los grupos de Poder Negro para el ecologismo y la cuestion racial, pero las consecuencias principales derivan de los primeros.
La institucionalidad democrática y la presión social del progresismo permiten que sus representantes coopten estructuras formales del poder político y se legitimen en sus ambiciones, y que puedan tomarse la academia y medios de comunicación para implantar con ellos sus ideas, justificando su conquista del poder.
La imposición del progresismo significa intervención del Estado en la esfera privada de soberanía social, regulando sectores contra el orden desarrollado orgánicamente, y trastornando su funcionamiento natural.
Muchos pensadores coinciden en que el progresismo ha moldeado contraproducentemente la sociedad en los últimos siglos y que su imposición ha provocado resultados peores de los que se habría llegado con un desarrollo emergente del cambio social, como ya proponía el conservador irlandés Edmund Burke a finales del siglo XVIII.
Igualmente, libertarios como Eric Robert Morse han podido demostrar que la incorporación de la mujer a la fuerza laboral desde la Revolución Industrial, y las Guerras Mundiales, son una causa principal de la desintegración de la familia como institución civilizatoria, al no existir cohesión que permita su mantenimiento y tradición por generaciones, produciendo bases del feminismo que encabezaría otras manifestaciones progresistas, como la de legalización del aborto.
Estos cambios sociales, con su espíritu igualitario revolucionario, también provocaron movimientos de liberalización sexual, que desataron instintos y pasiones contra su dirección reproductiva, legitimando una normalización de la homosexualidad, que se convirtió en un movimiento para su promoción, generando una cultura de encuentro casuales, y rompiendo el sustento de vínculos afectivos que permiten el nacimiento y desarrollo de familias como células sociales funcionales.
El periodista y político paleoconservador Pat Buchanan ha escrito extensamente sobre esto en sus libros La Muerte de Occidente y El Suicidio de un Superpoder, planteando que el progresismo ataca a la fe religiosa, por ser la base de instituciones culturales y civilizatorias como la familia.
Para Buchanan, “cuando la fe muere, la cultura muere, la civilización muere y la gente muere”, que no es casual, al ser la propia etimologia de cultura algo religioso, referente a culto, mientras que el de civilización proviene de civitas, ciudad en latin, el centro de población y de sociedad desarrollada por excelencia.
Igualmente, el reconocido paleolibertario Hans-Hermann Hoppe ha desarrollado su tesis del progresismo, basándola en su perspectiva del valor subjetivo en la economía, es decir, sobre la preferencia temporal que una persona puede tener sobre un bien o una experiencia, y su costo de oportunidad representativo.
Para Hoppe, las manifestaciones del progresismo y otras izquierdas se reducen a una mentalidad hedonista con una alta preferencia temporal presente, que aumenta la inclinación a satisfacer placeres momentáneos al instante, antes que inhibirse de ellos.
Hoppe dice que la máxima de Keynes de que “a largo plazo todos estamos muertos” representa el espíritu mismo de la era democrática, desarrollando que es en este periodo de la historia donde se ha permitido extensamente la legitimación social del hedonismo cortoplacista en base a la voluntad de la mayoría.
Curiosamente, ha sido dentro del espíritu progresista que se ha implementado el Estado de bienestar, con políticas sociales enfocadas en mejorar las condiciones de vida de los ciudadanos, siempre apuntando a vidas aparentemente más largas, o más cultas, con subvenciones a la salud y la educación, pero nunca considerando que estas derivan de la existencia de una población que las financia con sus contribuciones y que espera poder beneficiarse de ellas, al igual que espera poder dejárselas a sus descendientes,
Pero ya que las políticas progresistas atentan contra la institucionalidad familiar, que es la que permite mantenimiento y renovación poblacionales, es deducible que su principal consecuencia es la disrupción del potencial demográfico de las sociedades, mediante impulso de prácticas y estilos de vida que se orientan hacia la reducción de las tasas de natalidad, como el aborto o la homosexualidad, y justificándolas y promoviéndolas como ejercicio de libertades individuales.
El progresismo fuerza una interpretación reduccionista de la sociedad, como si estuviera compuesta solo de individuos, para dejarlos atomizados y dependientes del Estado con sus políticas. Sin embargo, las sociedades y las civilizaciones no son solo colectivos de individuos, son redes institucionales de personas, compuestas por vínculos recurrentes y las relaciones que se generan entre sí.
Una sociedad sana, dentro del respecto de la dignidad y de la libertad de cada persona, debe preservar la estabilidad y el orden de esas redes institucionales para que se permita que aquellos que las compongan puedan mantenerse, renovarse y orientarse mejor hacia lo bueno, verdadero y bello, hoy y en el futuro.
Y hasta desde una perspectiva utilitaria, es conveniente la preservación de estas instituciones potenciadoras de la demografía, como la familia y el matrimonio, puesto que renuevan las poblaciones que producen y consumen en los mercados, que tributan para el Estado, que financian y se benefician del Estado de bienestar, y que llenan las filas y cúpulas de las fuerzas armadas y de la burocracia.
Hay una razón por la que la población es un atributo esencial de existencia de un Estado, y es porque sin población no se puede realizar nada de lo antes expuesto, y sobre todo, porque una sociedad sin población no puede gobernarse, al no tener a quien gobernar.
Occidente no puede seguir con el progresismo dictando sus políticas demográficas, ya que en el choque de civilizaciones inminente, que fue predicho por Samuel Huntington desde la década de los 90s, tenemos a las naciones islámicas llenando Europa con olas migratorias y a China consolidándose como potencia mundial, y ambas dispuestos a marchar sobre nosotros si no logramos compensar nuestras fallas y nuestra escasez humana como civilización liberal.
Las sociedades sanas promueven el aumento de su población, las sociedades moribundas promueven su reducción.