Existen pocas ramas tan desconocidas e inusuales, cuyo potencial sea tan amplio para el entendimiento realista del fenómeno jurídico desde su propio elemento material como lo es el análisis económico del derecho. Desde luego, incluso en ese ámbito, suele ser despreciado para usarse en labores menores como la predicción de la promulgación de normas o para medir las consecuencias sociales de la aplicación de determinadas políticas publicas.
Sin embargo, hay una rama donde no se suele intentar analizar desde la perspectiva económica la eficiencia de la norma y de su aplicación, y es en el área constitucional, que desde luego, es la más politizada. Esto no se hace por falta de interés, y sobre todo, por conflicto de intereses, ya que revelaría justamente una verdad preocupante, que pondría de cabeza todo el entendimiento sobre la democracia liberal y sus aportes a la gobernanza moderna. Me refiero, por supuesto, a una constante general en cualquier sistema constitucional, que es la división de poderes del Estado, y sobre todo, a su razón de ser.
Suele equipararse la división de poderes a una idea de sociedad libre
Es habitual, al menos desde que se la promovió durante la Ilustración, pensar que la división de funciones del Estado responde a una protección del individuo y de sus libertades fundamentales del poder del soberano, que sin control, ni fiscalización, seria absoluto e incuestionable en su mandato, y podría fácilmente abusar de él. Al menos, esta es la perspectiva que planteó el barón de Montesquieu en su muy conocido libro, El Espíritu de las Leyes.
Montesquieu pensaba que, al existir tres funciones separadas para el ejercicio del poder del Estado, y que al tener cada una de ellas una sola labor, y no poder entrometerse en las de las demás funciones, las libertades fundamentales estarían garantizadas, ya que ninguna función del Estado podría abusar de la potestad pública, primero porque no podría hacerlo materialmente, y segundo, porque se vería fiscalizado por las otras funciones por realizar labores que no le corresponden.
La formula parecería perfecta, ya que ningún soberano, legislador o magistrado podría promulgar leyes injustas o abusivas, juzgar en base a ellas y ejecutarlas, ya que estas nunca estarían en manos de la misma o las mismas personas. Existiría equilibrio y competencia entre las ramas del gobierno y este no podría ir mas allá que del poder que puede ejercer efectivamente.
Con la protección adicional y necesaria brindada por los conceptos de Estado de Derecho e imperio de la ley, que impiden que quienes ejercen poder público y ostentan potestades de gobierno en cualquiera de sus divisiones puedan realizar acciones contrarias y ajenas a las previstas en las propias normas que promulgan y que operan invariablemente para todos en la Nación, incluidos ellos, el sistema sería infalible y no podría darse nunca mas un abuso del poder del Estado como el sufrido durante el absolutismo monárquico.
Pese a la separación de poderes, el Estado moderno no ha dejado de expandirse
Teóricamente, esto funciona maravillosamente, pero desde luego, la historia demuestra lo contrario, y si en algo ha sido constante el Estado moderno es en haber expandido a niveles inimaginables su poder y su injerencia en la soberanía de la esfera social, que por naturaleza es privada y es ajena a la potestad pública, ya que nace y se ejerce dentro de la voluntad individual y en sus relaciones comunitarias inmediatas.
Uno puede, y de hecho debe, preguntarse cómo un sistema diseñado para proteger al individuo y a su libertad del abuso del poder estatal ha sido la razón misma por la cual este ha crecido tanto de manera tan extrema, no solo legalmente, sino materialmente, en su capacidad de recaudación y de ejecución, y ha podido asumir tanta influencia sobre la vida personal de sus ciudadanos.
La respuesta, paradójicamente, no se encuentra dentro de la ley o de la naturaleza de la política, sino en un concepto económico que se desarrolla formalmente más o menos en el mismo periodo y que también representa otro gran avance de la Ilustración hacia la construcción del orden moderno, esta vez en el plano material, y que no es otro que la división del trabajo (la subdivisión en varias actividades, distintas unas de otras, que operan complementariamente en el desarrollo de una industria mayor que nace de la unión posterior del resultado de estas actividades).
Iniciar indicando que la separación de poderes del Estado y la división del trabajo son conceptos contemporáneos es necesario, ya surgen ambos, en su concepción actual, entre mediados del siglo XVII y mediados del siglo XVIII, es decir, en medio de todo el periodo ilustrado.
Existen precedentes de la división de poderes en la antigüedad
Igualmente cabe destacar que ni Montesquieu ni Adam Smith, que son a quienes se les suele atribuir la creación de estos conceptos, son los verdaderos padres de ellos, ya que tienen precedentes desde la propia Antigüedad, y que sus promotores en la Modernidad son personajes distintos y muy relacionados con el periodo del protectorado de Oliver Cromwell en Inglaterra: John Locke para la separación de poderes, y el mucho menos conocido William Petty para la división del trabajo.
Desde luego, Locke desarrollaría su propuesta de división de poderes habiendo observado la forma en que la Guerra Civil Inglesa y el Protectorado se habían desarrollado, y Petty desarrollaría su concepción sobre la división del trabajo de su observación de la labor de los astilleros de barcos en los Países Bajos y de la propia crisis económica que había acompañado a la Guerra Civil y el Protectorado de Cromwell, además de ambos haber sido influenciados (tanto en su aplicación como de manera preventiva) por las obras de Thomas Hobbes.
Con este precedente no deberia resultar raro que haya una relación estrecha entre los dos conceptos, que al fin y al cabo se refieren al mismo acto de utilidad, el de maximizar la eficiencia en el ejercicio de algo. La división de labores en la industria maximiza su producción; la división de funciones en el Estado maximiza su ejercicio del poder.
El resultado es una maximización del grado de ejercicio de poder estatal
Eso sin duda no es aparente, pero resulta profundamente lógico cuando se lo analiza con detenimiento desde varios ángulos y se considera cual es la propia labor del Estado al tener un monopolio sobre la coerción y la violencia dentro de un territorio específico.
Primero, ¿cuál es es la razón de ser del Estado, al menos en su concepción moderna? Muchos autores discuten sobre esto pero todos suelen coincidir en que es el ejercicio del poder político sobre un grupo de personas y en un espacio concreto.
Este poder a su vez puede ser un simple gobierno, que es una guía sobre como deben actuar entre ellos dentro de ese espacio, o puede ser soberanía, que dentro de la concepción de Carl Schmitt es una potestad imperativa que manda dentro de la excepción y que debe ser obedecida por todos aquellos que se ven ligados a ella.
El concepto utilitario de división de poderes opera justo en estos dos elementos, gobierno y soberanía, porque permite que el poder se ejerza de manera mucho más extensa que con el mero mandato de un monarca: la división de poderes permite que un Estado compuesto materialmente por un grupo mayor de personas pueda ostentar y ejercer una mayor número de potestades derivadas de ese poder, y por tanto, pueden expandirlo tanto en su capacidad como en la cantidad de personas con quien se relacionan.
En un gobierno unipersonal, si bien algunas funciones como la legislativa son más veloces y expeditas por depender de una sola persona, también son más complejas por requerir de una mayor capacidad mental para realizarlas.
De misma forma, por razones materiales, se complica la labor ejecutiva y judicial en un gobierno unipersonal por tratarse de asuntos que ocupan de una atención mayor de quien ostente poder y que no puede realizar sino a través de delegados, que técnicamente no son actores estatales sino privados ejerciendo potestades públicas.
El Estado unipersonal, por ello, es la forma más pequeña y reducida de Estado, justamente porque es el Estado más ineficiente. En comparación, un Estado con división de funciones no solo es mayor en su tamaño material, al emplear y otorgar potestad a un mayor número de personas para que las ejerzan, sino porque optimiza el ejercicio de su poder en un número de funciones divididas de manera proyectada para trabajar en elementos mucho mayores, tanto temática como materialmente, que de ninguna forma podrían cubrirse por la labor de una sola persona.
En un Estado cuyas funciones estás divididas en un ejecutivo compuesto por un jefe y un gabinete, así como múltiples agencias inferiores de las cuales es directamente responsable, un legislativo multicameral con cientos de legisladores que operan por comisiones especializadas, y un judicial compuesto por decenas de juzgadores divididos por territorios, materias, grados y competencias, y eso sin contar con gobiernos locales con divisiones similares, la capacidad de ejercer materialmente la potestad estatal, de mantener un monopolio efectivo sobre el uso de la violencia a través de la coerción es sencillamente incomparable, puesto que se dispone del capital y del potencial humano para hacerlo.
Esto se nota incluso más en lo que James Burnham denomina el Estado administrativo, que no es más que uno cuyas funciones han sido optimizadas a tal nivel que pueden directamente proveer de bienes y servicios centralizados y orientados a los intereses de la clase administrativa, que es aquella que gobierna desde todas los poderes del mismo Estado.
Esta concepción del Estado de división de funciones es preocupante en sus consecuencias últimas porque no solo logra concentrar y optimizar el ejercicio de su poder, sino extenderlo a todos los rincones de la vida individual y de la sociedad civil, regulando todos sus aspectos, judicializando los elementos que considera peligrosos para mantener su poder, y ejecutando políticas públicas con alcance cada vez mayor. En última instancia se constituye en el temido Leviatán planteado por Hobbes, una abominación constituida por toda la población, inmersa dentro del Estado y operando dentro de y para él.
Bajo el Estado moderno, el pueblo solo ostenta de autoridad formal para elegir a quienes administran este ente
Curiosamente, el Estado así dispuesto no solo se contrapone a la concepción unipersonal (que en realidad es la monarquía absoluta) del gobierno, sino también al orden tradicional medieval, que era multicompetente, y tenía una extensa difusión del poder político, frente a la concentración optimizada de su contraparte moderna.
Si el Estado moderno parte de un modelo donde el poder fluye desde sí hasta sus funciones y se optimiza en el ejercicio de las mismas hacia el pueblo, que solo formalmente ostenta de autoridad para elegir a los individuos que administran esta maquinaria, en el sistema tradicional, como indica Charles Coulombe, las cosas se revierten, y es el poder, más bien, que se ejerce desde la comunidad, organizada en gremios y municipios, y con miembros con eventuales feudos, permitiendo que muchos asuntos sean regulados y resueltos en sus controversias a nivel interno, y promoviendo un sistema de preservación de libertades basado en la costumbre y la organización local.
De misma forma, la autoridad también queda revertida, y no recae en la comunidad y sus miembros individuales, sino en la figura personificada del Estado, que es el soberano, y que por razones materiales, no puede ejercer un poder más que nada subsidiario, y en circunstancias de absoluta necesidad, generalmente en una forma de devolución voluntaria de potestades desde la comunidad hacia el trono, que suele asumir un papel eminente judicial, como mencionaría el propio Otto de Habsburgo.
El orden tradicional distribuye el poder entre las distintas comunidades
La diferencia entre estas dos concepciones de Estado revela la finalidad última de su creación: mientras el Estado moderno acumula poder en una estructura centralizada y lo distribuye de forma optimizada en funciones especializadas para expandir su alcance ejercerlo progresivamente de manera más fuerte, el orden tradicional mantiene distribuido su poder dentro de las distintas comunidades, que lo ejercen de manera local y limitada, y lo organizan internamente de forma orgánica, recurriendo únicamente en última ratio una figura de autoridad para resolver cuestiones mayores que trascienden lo local.
Esta diferencia es sustancial para entender la forma en la que el Estado moderno ha logrado crecer tanto y aumentar su capacidad de regulación en tantas areas de la esfera privada, llegando incluso a politizar a la propio persona individual, que atomizada y desarraigada de sus formas de organización naturales, no puede resistir al poder optimizado del aparato estatal y de su capacidad de operación administrativa.
El Estado moderno mantiene su división de poderes para ejercer y aumentar su poder a través de la especialización de sus órganos y de sus miembros, para así exténderlos y absorber a la comunidad y a sus miembros individuales dentro de su aparato.
El orden tradicional en cambio no contempla esta división porque no apunta a controlar a la sociedad entera dentro de su sistema, sino que permite la libre organización de sus miembros individuales en comunidades y cuerpos intermedios para ejercer de manera adecuada la potestad que ya poseen, manteniendo a penas autoridad para legitimar el sistema y resolver subsidiariamente lo que trascendía del poder comunitario.
Para todos aquellos que nos oponemos al Estado moderno por su naturaleza abusiva, comprender estos aspectos de su organización nos permite captar su principal debilidad: para desarmarlo solo se requiere eliminar su división de funciones, ya que en eso se fundamenta la optimización del ejercicio y del crecimiento descontrolado de su poder.
Un primer paso para ello es algo tan sencillo como la transición de un sistema presidencial a uno parlamentario, ya que reincorpora y confunde dos de las funciones, la ejecutiva y la legislativa, en un solo órgano, el Parlamento, que se compone de sus propios legisladores y que hace que también sean estos los que ejecuten sus normas y políticas públicas, eliminando su propia capacidad operativa para ejercer correctamente cualquiera de ambas labores
Por ello, solo con un Estado desestructurado y débil, se podrá permitir que sea la propia la que se organice y desarrolle su propio gobierno e industria política será mucho más sencillo, e incluso permitirá al poco tiempo que se desarrollen industrias propias, se fomente competencia, y aumente la prosperidad de la misma, habiendo durante todo el proceso preservado las libertades fundamentales de la comunidad y de sus miembros individuales, antes violadas por un Estado obeso.
Con suerte, esto constituirá un plan de acción y no solo una observación teórica sobre el estado de nuestro sistema político y la causa eficiente de su extenso poder.